01 mayo 2008

César Vallejo en París:Las velocidades de lo moderno[1]

Por William Rowe
(Birkbeck College, London)

En los artículos, ensayos y apuntes que escribió entre su llegada a París (1923) y los primeros años de la década de 1930 (el momento de los viajes a la Unión Soviética), Vallejo volvió muchas veces sobre el tópico de lo moderno. Le interesaban las nuevas formas de mediación técnica, entre ellas el cine, que resultan inseparables de ciertas características de la cultura de las nuevas masas, sobre todo la velocidad. “La prisa moderna” y “el señorío humano sobre el progreso” son frases que figuran en el resumen de cabecera del artículo “Wilson y la vida ideal en la ciudad”, fechado “París, diciembre de 1925”. La primera se refiere al tema de la velocidad y la segunda indica el contextoque da Vallejo a sus reflexiones: el temor de que el conjunto de cambios llamados progreso pudieran tener el efecto de producir una versión disminuida de lo humano. Esta ansia, que recorre los escritos periodísticos de fines de la década del 1920, se da como tono y argumento del artículo mencionado, que enfoca las diferencias entre la modernidad vivida en España y la francesa:

En España el automóvil, el avión, andan y vuelan, devorando distancias o alturas, pero no se dejan sentir: el cinema, la telegrafía inalámbrica juegan su mágico juego de luz y simpatía, pero no se dejan sentir; el radio, que todo lo puede y el oro, que todo lo mueve, presiden los actos diarios de la existencia, pero no se dejan sentir. Cuando decimos “no se dejan sentir”, queremos decir que tales instrumentos de progreso no nos angustian, ni nods dan de trompicones, ni nos dominan, ni obstruyen el libre y desinteresado juego de nuestros instintos de señorío sobre las cosas; en una palabra, que no nos hacen desgraciados (Vallejo 2002: 185).

Las frases se cargan de la esperanza y la posibilidad de otra modernidad, de esa modernidad alternativa que se plasma en los ensayos de Mariátegui o, más tarde, en Homenaje a Catalunya de Orwell, en las novelas de Arguedas y en los poemas del propio Vallejo, tales como “Telúrica y magnética”, “Parado en una piedra”, o “Masa”. Se trata del sueño de una modernidad completamente horizontal, en que las transformaciones tecnológicas se ponen a disposición de la masa, no en el sentido que la industria cultural ha dado a esa palabra, sino en el de la humanidad en su totalidad.

Ese contexto, que va implícito en la obra de Vallejo desde mediados de los años veinte hasta su muerte, inflexiona los temas que conforman lo moderno. Entre éstos están la velocidad, el cine y el deporte, todos ellos formas de la experiencia masiva. En la imagen de la rueda del motor, se juntan el cuerpo y la electricidad: “¿A dónde vamos en esta rueda vertiginosa, hecha exclusivamente de tendón y de corriente eléctrica?” (Vallejo 2002: 209). En otra imagen parecida, “la velocidad moderna” se nombra como una “máquina multimontada de antenas y motores” (Vallejo 2002: 209); ahora bien, la pregunta es la misma: “si los hombres marchan, por ese camino, hacia un nuevo y desconocido oasis de auténtica perfección” (Vallejo 2002: 209). Para leer a Vallejo hay que desenterrar esa pregunta de los discursos posteriores que la han tapado y volver a oírla. Me refiero a las luchas ideológicas de la guerra fría, al desmontaje postmodernista de los grandes relatos y al subsecuente secuestro de la modernidad por los neoconservadores de Estados Unidos.

El artículo “Una gran lucha entre Francia y Estados Unidos”, fechado en febrero de 1926, incluye entre sus referentes el fenómeno de los “gurús” como Tagore, Spengler o Renan, que proveen relatos sobre la posibilidad o no de la salvación de la humanidad. El juicio de Vallejo es tajante:

Ya no se trata [...] de auspiciar misiones individuales de predestinación sobre los demás mortales [...]. En nuestros días la obra vendrá de las manos conscientes y plurales del pueblo y de la humanidad en masa. A la taumaturgia ha sucedido la pedagogía (Vallejo 2002: 211).

Este escrito periodístico demuestra que la semilla del poema “Masa” ya existía en 1926. Está la semilla, el reemplazo de la religión por la autopoiesis de los seres humanos, pero no la puesta en escena de esta superación. Ésta vendría más tarde, suministrada por la realidad de la Guerra Civil Española. Sin embargo, Vallejo ya luchaba por encontrar el lugar y la modalidad de la puesta en escena del comunismo de masas. Ese lugar tendría que incluir la modificación del libro como espacio y ritmo de inscripción y lectura, transformación que aunque se apoyaba en los experimentos vanguardistas con el libro, que pasaba por Mallarmé, entre otros, iba más allá de ellos.

En este trabajo vallejiano de modificación de la escritura-lectura interviene el cine, tanto al nivel de la forma de expresión estética como al de la forma del contenido cultural. Consideremos la utilización del cine como forma de expresión. En el artículo ya citado, Vallejo elige el montaje cinemático para escenificar la velocidad de la vida de las grandes metrópolis:

Un señor, vestido de azul y calzado de marrón dos veces, que se abotona cincuenta botones del traje, toma quince vehículos diversos, se quita y se pone el abrigo diez veces, que paga y espera veinte veces la vuelta [...] que presta atención al movimiento de cien mil carros y cincuenta ascensores (Vallejo 2002: 211)

Basta la cita para darse cuenta de que se nos está dando lo equivalente en la escritura al montaje rápido del cine mudo. No se trata de una lógica acumulativa –galdosiana, dickensiana, balzaquiana- sino de saltos rápidos que pasan delante de los ojos –de la retina- y que se ensamblan mediante una rápida memoria visual y no una memoria auditiva-retórica, más lenta por tener que pasar por los desfiladeros de la sintaxis.

Esta aceleración del ritmo de la vida produce, según el mismo artículo, una falta de tiempo: “De dónde se puede sacar tanto tiempo para abastecerse a tantas actividades?” (Vallejo 2002: 212). La idea es, obviamente, un lugar común, como lo es también la clasificación de las personas entre “hombres trascendentales y hombres circunstanciales”, profundos y superficiales. Sin embargo, el texto no deja así el asunto, sino procede a complicar el pensamiento común con otra pregunta, “¿no habrá quienes sean capaces de unir, refundir y extraer de esos dos lados de la vida la heroica floración de plenitud humana?” (Vallejo 2002:212). Así expuesta, no hay nada de extraordinario en esta serie de ideas. Sin embargo, cuando se pasa a la lectura de un poema del mismo año donde se encuentran las mismas, manejadas de forma más condensada , el resultado es otro.

“He aquí que hoy saludo”, incluido más tarde en el libro póstumo Poemas humanos, se publicó por primera vez en el segundo número de la revista Favorables París Poema que salió en octubre de 1926. El poema comienza con una especie de resumen apretado del artículo que acabamos de citar:

He aquí que hoy saludo, me pongo el cuello y vivo,

superficial de pasos insondable de plantas.

El veloz montaje de la vida moderna se ha condensado a un solo segmento (“ponerse el cuello”), que además recuerda cierta imagen de Chaplin, a quien Vallejo admiraba: la imagen del hombrecito de collar torcido o zafado, que se presenta saludando a alguna persona de autoridad. Es decir, el primer verso consiste en un montaje de dos tomas (“ponerse el cuello”, “saludar”) más una afirmación aparentemente más trascendental (“y vivo” que se absorbe al ritmo de découpage, palabra francesa que Vallejo utiliza para referirse al proceso de edición de una película. Luego “pasos” y “plantas” se contrastan mediante diferentes atributos del sujeto (“superficial” e “insondable”), refundiendo el contraste entre las personas “circunstanciales” y “trascendentales” del artículo citado. La afirmación “y vivo” padece del mismo desdoblamiento ambiguo: ¿se trataría de la trascendencia de la velocidad, o meramente de otra toma más, de otro segmento de la velocidad? Es de notarse que la segunda frase (“me pongo el cuello y vivo”) invierte la métrica y acelera el ritmo de la primera: es decir, el poema está atravesado por dos velocidades: una rápida, cinemática, y otra lenta, sintáctica.

Hay un texto en prosa, de la sección titulada “Negaciones de negaciones” de Contra el secreto profesional, libro que reúne textos probablemente escritos entre 1927 y 1928, que se desplaza por un terreno semejante:

Al revés de lo que le ocurrió a Wilde, la mañana en que iba a morir en París, a mí me ocurre en la ciudad amanecer siempre rodeado de todo, del peine, de la pastilla de jabón, de todo. Amanezco en el mundo y con el mundo, en mí mismo y conmigo mismo. Llamo e inevitablemente me contestan y se oye mi llamada. Salgo a la calle y hay calle. Me echo a pensar y hay siempre pensamiento. Esto es desesperante (Vallejo 1973: 207).

La sensación de que el montaje de la vida no cesa se retoma en varios poemas, entre ellos “De todo esto yo soy el único que parte”. Si no existe manera de interrumpir el montaje, entonces cambia el estatuto de la palabra. Ya no es por la predicación que el puro devenir pueda adquirir forma, hacerse realidad; la nominación queda al margen del fluir de la vida, como en “Hoy me gusta la vida mucho menos”, poema incluido en Poemas humanos, en que el sujeto que nombra queda al margen del devenir (“diciendo, Es un ojo éste, aquél”). El mundo burgués, que ontológicamente consiste en la suma de los objetos más sus calidades, consiente que el sujeto habite un espacio libre que le permite seleccionar de la totalidad de lo real los objetos y luego ordenarlos y tratar esa selección ordenada como si fuera la sustancia de lo real. Ese eje vertical y verbal definía la relación entre el espacio subjetivo y la realidad. Ahora, sin embargo –es decir, en el momento en que se inscribe el poema-, el fluir de lo real sucede en otra parte y no pasa por el eje de la palabra que nombra. El mundo consiste ya en imágenes-movimientos. La sustancia se ha hecho cinemática, y la palabra participará de esta sustancia.

Esta mudanza del estatuto de la palabra se acompaña por otra, por la que la interioridad auditiva del lenguaje se reemplaza por el eje de la exterioridad visiva. No se dan estos cambios de una vez por todas, sino recurren de diversas maneras. En la perspectiva de la larga duración pueden compararse con un desplazamiento semejante al que ocurre en la obra poética de Jorge Eduardo Eielson[2], poeta peruano de la generación del cincuenta, o con la afirmación de William Burroughs de que “the written word is an image” (Burroughs 1985: 62). Indudablemente, se trata de uno de los grandes cambios del siglo XX, que por su ubicuidad y lentitud se hace difícil de captar con precisión.

El poema “He aquí que hoy saludo”, sin embargo, obra con precisión, relaciona la falta de trascendencia (“superficial de pasos insondable de plantas / Tal me recibo de hombre”) con la sensación de que la vida consiste en un montaje, cuyo ordenamiento el texto maneja con ironía (“Desde ttttales códigos regulares saludo / al soldado desconocido”); ironía que no deja de versar sobre su propia producción como texto, en otras palabras sobre el paso de la vida a la escritura. Para la actitud vanguardista, lo regular se refiere al código de la Literatura, considerada ésta como distante de la vida moderna, y se asocia con un gesto de rechazo. Si los abusos ortográficos “distanciA” y “ttttales” indican el afán de burla, lo “regular” va adquiriendo, sin embargo, otro sentido. En este y otros poemas de la misma época, como también en sus escritos periodísticos, Vallejo se interesa en todas las formas en que la producción del sentido va cambiando en una metrópolis moderna debido a los nuevos medios como el radio, el deporte como espectáculo masivo, la velocidad del transporte. Mientras el vanguardismo se preocupa en guardar su “secreto profesional”, Vallejo opta por una poesía que registre los cambios de la conciencia de las masas. Le preocupa la regularización que convierte en discurso la vida, y el hecho que el lenguaje es parte del proceso. Así, por ejemplo, los versos

¿Queréis más? encantado.

Políticamente, mi palabra

emite cargos contra mi labio inferior

prolongan el contexto del “saludo” en el del discurso público (interlocutor plural) para luego escenificar el lenguaje (“mi palabra”) en su relación con la realidad fisiológica (“mi labio inferior”). Esta yuxtaposición, que en el fondo no hace otra cosa que poner en evidencia un hecho recurrente y cotidiano, rompe con la ilusión romántica de que el lenguaje expresa el sujeto, y muestra cómo la palabra emitida por el sujeto (“mi palabra”) se convierte en ordenamiento de la realidad (en este caso por el código legal) y consecuentemente en orden dado por otro (“emite cargos”) “contra” el ser fisiológico. Ese “contra” puede leerse en un sentido legal pero también como caracterización de la relación entre la palabra que regula y el cuerpo.

El lenguaje poético, a fin de cuentas, difiere del de los artículos y los apuntes en prosa en un punto a la vez prescindible y epocal. En el poema, la escritura misma desvela el paso del montaje de la vida al del lenguaje; lo desvela, es decir lo destraumatiza, en el sentido de desfectichizar la palabra. Así, por ejemplo, el código civil organiza la sociabilidad mediante el lenguaje pero la institución del código no se oye en la palabra: el ordenamiento que produce la ley (que puede tipificar otros ordenamientos) parece ser propiedad consustancial del lenguaje mismo y penetra en el cuerpo como si fuera su naturaleza. Vallejo, en cambio, produce una situación en que esa palabra-ordenamiento rebota contra el cuerpo, y a la vez se desvela su relación con el poder social. Allí radica lo moderno de la poesía de Vallejo: es decir, no porque mimetiza la modernidad sino porque la critica. Al enunciarse desde los “códigos regulares”, el poema también descubre y acusa la fetichización de la poesía (“saludo / [...] al verso perseguido por la tinta fatal”): para parafrasear, la enunciación prestigiosa que caracteriza el estatus de la poesía en la sociedad, que obviamente es producto de cierta relación entre la retórica y la distribución social del poder, no es inmanente a la poesía –a despecho de que aún los poetas vanguardistas como Cocteau (practicante para Vallejo de lo que llama “el secreto profesional”) hayan echado mano a ese legado-. Tratar ese prestigio retórico como si fuera inmanente a la poesía equivaldría a ese hábito común de atribuir a la poesía un lenguaje propio y especializado, actitud que la teoría de la escritura de Vallejo rechaza con firmeza. Veinticinco años más tarde, la antipoesía de Nicanor Parra partiría de este mismo principio.

Si la palabra rebota contra el cuerpo, entonces existiría en él una sustancia no asimilable a la velocidad. Pero, ¿de cuál cuerpo se trata? No la imagen social del cuerpo que ya forma parte de la organización de lo real de la que participa el lenguaje. Lo no asimilable a la velocidad es la vida interior, que Vallejo se empeña de rescatar de la religión y sus taumaturgos profesionales. Y se trata de un cuerpo sin órganos, el que, según Antonin Artaud, en el texto “Pour en finir avec le jugement de dieu”, sufre el juicio de Dios que intenta inscribirse en él. Ese algo que no se asimila a la velocidad –llámese lo espiritual- pasa por la escritura: “de cada hora mía retoña una distanciA”. La escritura en cuanto materialidad que se hace visible en la letra viene a ser su mediación, su encarnación, si se quiere. No se trata de una subjetividad que se escribe, sino, en cierto sentido, del tiempo que se inscribe. Así, según lo trae a colación el último verso: “El tiempo tiene hun miedo ciempiés a los relojes”; un tiempo anim(al)ista cuyo movimiento se escapa a la regulación social, a la velocidad, y que atraviesa y altera la ortografía, la letra. Este tiempo invisible, y su territorio espiritual, se dan en cuanto a la obra de Vallejo, solamente en la poesía.

Aquí un inciso sobre la poética: que exista algo que sólo se da en la poesía no implica que la literatura sea una especie de vehículo superior, tal como propone, por ejemplo, George Steiner en Presencias reales, al intentar recuperar la relación entre la lectura-escritura literaria y lo sagrado. Ya desde Trilce , el libro se va convirtiendo en instrumento material-espiritual de máxima penetración en la vida moderna y de máximo rechazo a ella, instrumento capaz de desvelar la organización tecnosocial de lo real y a la vez de producir lo humano. Mientras más se comprende la especificidad de la escritura de Vallejo, más se hacen evidentes sus componentes no literarios, como el cine; dicho de otro modo, cuanto más atenta la lectura de esta poesía, más evidente se hace la remoción de la frontera entre la poesía y la vida. Desgraciadamente, la crítica literaria actual, al dividirse entre la que incluye la cultura pero escamotea la lectura (el caso de los “estudios culturales”) y la que intenta recuperar la literariedad tradicional y prevanguardista, termina por ocultar estas características. Los argumentos se tipifican por una especie de bifurcación: que una poesía que incluye las mediaciones culturales como el cine es interesante por su apertura a la cultura o que esa poesía es buena porque impone su literariedad por encima de esos materiales culturales, es decir, los trasciende. Esta bifurcación obstaculiza la lectura de la poesía de Vallejo.

Consideremos el poema “Hallazgo de la vida”. Este poema lleva en su primera versión la misma fecha que el artículo sobre la velocidad ya citado, es decir, “febrero de 1926”. La versión original tiene un estatus más amiguo que la que se incluye en Poemas humanos, porque no se sabe si se parece más a un ensayo o a un poema en prosa (Vallejo 2002: 213-214). Ya la versión final invita a la lectura poética menos por el hecho de que Vallejo haya introducido varios cambios textuales que por el efecto de haberse incluido en un libro de poemas. Vale decir, es el género del libro el que establece la forma de lectura, ya que la materia del texto pertenece ambiguamente al contexto de la prosa ensayística y al de la poesía. Lo que sucede con otro texto, “En el momento en que el tenista”, cuyo título original era “De Feuerbach a Marx”, (Vallejo 1973: 13) es algo diferente. El original fue mecanografiado y tiene las características tipográficas de un párrafo de prosa. Al margen lleva una anotación escrita a mano: “Pasado en verso”. Esta frase se refiere a una reescritura a mano, que convirtió la prosa en versos de diferentes extensiones, que luego sufrieron varias correcciones también hechas a mano.

No proponemos un ejercicio filológico que persiga fijar el texto, sino poner en evidencia una característica específica de los textos escritos por Vallejo en esos años (aproximadamente 1924-1931): lo radicalmente incierto de la frontera entre la poesía y lo que no lo es. Así, por ejemplo, existe al menos un texto en prosa, “La necesidad de morir”, que bien hubiera podido permitir la lectura poética, o bien mediante la reescritura en verso o simplemente gracias a la incorporación en un libro que exija la lectura poética[3]. Es más, existen, entre los Artículos y crónicas completos, ciertos textos, como el caso por ejemplo de “El asesino de Barrés”, que, para pasar al libro de poemas que preparaba Vallejo, si bien tendría que haber sufrido recortes mayores que “En el momento que el tenista”, incluye párrafos o series de oraciones que se pueden leer como formando parte del libro de poemas –libro que Vallejo probablemente no había terminado de ordenar cuando murió. Ese estatus incierto que caracteriza a las unidades mayores de los textos en prosa se extiende incluso también a las unidades menores: las oraciones y las frases. Así lo ha demostrado contundentemente Enrique Ballón Aguirre (1985), al llamar la atención sobre la relación de densa intertextualidad entre los poemas y los artículos. Nuestra discusión anterior de los artículos “Wilson y la vida ideal en la ciudad” y “Una gran lucha entre Francia y Estados Unidos” puede servir como caso ilustrativo de esta intertextualidad.

¿Cuál será el peso de estas constataciones? Resumamos: el paso de una forma de lectura a otra, de lo que se suele llamar la prosa a la poesía, en el caso de la escritura de Vallejo que corresponde a los primeros años en Europa, no está marcado por ninguna cualidad privativa al nivel de los materiales. No se puede establecer la frontera mediante la distinción entre un tipo de material y otro. Aunque los materiales en prosa siempre pasan por cierto grado de condensación al llegar al libro de poemas, no se trata de un principio que pueda servir como frontera estable, ya que párrafos enteros pasan de un género a otra sin condensarse. Por lo tanto, el libro eventual del que iban a formar parte, y que aún no tenía título cuando murió Vallejo, no existía de antemano. No se trata de una forma literaria heredada, como la forma del soneto, para citar un caso notorio, que daría a lo escrito el estatus de poesía. Más bien, se trata de un libro que “retoñaba”, que surgía del tiempo vivido; un libro de alcance desconocido, que se iba haciendo de los materiales vividos en lugar de imponerse sobre ellos. Inclusive, la duda de si se trata de prosa o de poesía no es en sí lo más interesante de estos textos. Lo interesante está en los materiales, que en sí no son ni prosaicos ni poéticos, revelan, gracias a la escritura-lectura poética, los ritmos que puntúan lo real.

Consideremos “Hallazgo de la vida” en su versión final, teniendo en mente estas características inciertas. Al nivel del contenido proposicional, el poema de vuelta al párrafo, ya citado, de Contra el secreto profesional, que presenta un Yo abrumado por el montaje de la vida que no cesa: “Nunca, sino ahora, ha habido vida. Nunca, sino ahora, han pasado gentes. Nunca, sino ahora, ha habido casas y avenidas, aire y horizonte”. En lugar de la secuencia temporal que no se interrumpe ni siquiera por la muerte, que es el tipo de temporalidad producida por el estado, el texto afirma “la presencia de la vida”, de la vida sin el montaje temporal y por ello sin pasado y sin símbolos. El acto de parar el montaje, de parar la película, nos enfrenta con el contexto del montaje, es decir en lugar del sentido de la vida, se nos enfrenta con el sentido del sentido. De allí lo misterioso del poema, que por lo demás no tiene nada que ver con el misterio simbolista, que opera por una mera postergación del sentido. Ya lo dijo el poema LV de Trilce: “Samain diría que el aire es quieto y de una contenida tristeza. / Vallejo dice hoy la Muerte está soldando cada lindero a cada hebra de cabello perdido”.

No es fácil constatar el tipo de acción comunicativa que lleva a cabo un texto cuando éste, al parar la producción del sentido, forzosamente inmoviliza el discurso –y más todavía si este mismo texto utiliza una discursividad extremada para hacerlo:

¡Señores! Hoy es la primera vez que me doy cuenta de la presencia de la vida. ¡Señores! Ruego a ustedes dejarme libre un momento, para saborear esta emoción formidable, espontánea y reciente de la vida, que hoy, por la primera vez, me extasía y me hace dichoso hasta las lágrimas.

Es como si se nos presentara todo el aparato retórico del sujeto que se presenta expresándose en público –no olvidemos que en Occidente, según la tradición romana, el ciudadano se constituye por la retórica- pero sin el sujeto que ese discurso debería presentar. Sólo se expresa una exterioridad absoluta:

Nunca, sino ahora, ha habido vida. Nunca, sino ahora, han pasado gentes. Nunca, sino ahora, ha habido casas y avenidas, aire y horizonte. Si viniese ahora mi amigo Peyriet, le diría que yo no le conozco y que debemos empezar de nuevo. ¿Cuándo, en efecto, le he conocido a mi amigo Peyriet? Hoy sería la primera vez que nos conocemos.

Es como si en lugar de ver la película desde dentro de la sala de cine, la viéramos desde afuera, indistinguibile de la realidad de la que surge: tal es el punto extremo al que nos lleva, en ciertos momentos, El hombre de la cámara (1929), la película del cineasta ruso Vertov que fascinaba a Vallejo. Hay un momento parecido en una obra peruana de estos mismos años, La casa de cartón de Martín Adán: la pantalla del cine que es la vida viene a ser el lomo de una mula en la calle de un balneario de Lima (Adán 1971 [1928]: 86). En ambos casos, el ciudadano-vidente-lector, en lugar de mirar el mundo a través del flujo de imágenes, se encuentra con la materialidad de la pantalla.

El poema “Hallazgo de la vida”, por otra parte, se asemeja a la experiencia mística de la suspensión de todo movimiento en el momento de teofanía. En ese sentido existe un parecido entre el texto de Vallejo y el poema “Engomi” de Giorgos Seferis, que reubica la visión de la Anunciación de la Virgen María en el contexto de una excavación arqueológica de los años cincuenta del siglo XX. La misma imagen icónica recorre los poemas de Vallejo, como en el caso de “Una mujer de senos apacibles”. Sin embargo, “Hallazgo de la vida” produce una puesta en escena moderna de la experiencia visionaria. Es notable que las enunciaciones tengan la fuerza de una decisión. No se trata de ninguna manera de la contemplación pasiva, o sea, de la sumisión al fluir de la vida, seducción que aparentemente ha dominado cierto postmodernismo, sino de una decisión semejante a la que, como ya vimos, requiere lo que Vallejo llama “la disciplina de la velocidad”, que consistiría en “traducir en conciencia, los fenómenos de la naturaleza y del reino subconsciente, en el menor tiempo posible” (Vallejo 2002: 174). Aquella decisión, implícita en el texto que conforma el poema, se anuncia explícitamente en el texto original: “¿He probado ya otra vez la impresión de la naturaleza? Estoy completamente decidido a no haberlo probado, a no haberlo saboreado nunca, sino ahora” (Vallejo 2002: 213). Cabe especular que Vallejo suprimió la expresión explícita de la decisión precisamente porque debilitaría la suspensión del tiempo al rellenarla con discurso.

Aunque el texto trasuda una intensa afectividad, ésta no se apoya, sin embargo, en la noción de un sujeto, ya que no opera la memoria, factor imprescindible para cualquier concepción de la subjetividad[4].

Mi gozo viene de lo inédito de mi emoción. Mi exultación viene de que antes no sentí la presencia de la vida. No la he sentido nunca. Miente quien diga que la he sentido. Miente y su mentira me hiere a tal punto que me haría desgraciado. Mi gozo viene de mi fe en este hallazgo personal de la vida, y nadie puede ir contra esta fe. Al que fuera, se le caería la lengua, se le caerían los huesos y correría el peligro de recoger otros, ajenos, para mantenerse de pie ante mis ojos.

No se trata, es obvio, de la emoción en el sentido del sentimiento: no están las continuidades temporales y discursivas que constituyen los sujetos y los objetos del sentimiento. La emoción, “esta emoción formidable”, pasa al dominio de lo ontológico, figurado por la destrucción del cuerpo del que se opusiera a ella. Contra el mundo de los sujetos y los objetos, el poema insiste en la soberanía del afecto. No hay sujeto o, si se quiere, hay un sujeto transido por una retórica delirante, mejor dicho, por una locura comunicativa, ya que ésta vacía absolutamente el tiempo normal de la enunciación –la enunciación no ocupa un lugar en el tiempo.

Ya los trabajos de Bateson y de Laing nos han enseñado a entender la psicosis como un trastorno de la comunicación. Los esquizofrénicos, según Bateson, evitan señalar la función comunicativa de sus mensajes: “no indican al interlocutor qué tipo de mensaje están transmitiendo: si éste es literal o metafórico, irónico o directo” (Bateson 1978: 205). Sucede algo semejante con el hablante de “Hallazgo de la vida”: insiste sobre la instancia de los interlocutores (“¡Señores!”), pero, dado que no existe una respuesta apropiada a quien exige que se pare la película, la insistencia no tiene sentido comunicativo. En este poema, el acto de hablar –el hecho mismo de hablar- se relaciona con un nivel contextual otro, que no es el que da sentido al mensaje sino que posibilita el sentido mismo; es decir, se relacionan con la puntuación del fluir de lo real que le da sentido. Para Bateson, decir puntuación es una manera de referirse a la segmentación de lo real que lo hace susceptible al sentido. Sin puntuación no existe la posibilidad de aprender –y a fortiori de la subjetivación (Bateson 1978: 262-264, 271). Se puede decir, por lo tanto, que si la relación con los interlocutores tuviera sentido, entonces se inscribiría en la lógica del tiempo social, ese tiempo continuo que requiere la sumisión a la continuidad, ya que obliga a morir del tiempo y no de la vida.

El uso que hacemos del término psicosis no implica ni la patologización del sujeto ni la inversión idealista de la enfermedad en una forma de rebelión. Más bien, se trata de la caracterización de la zona psíquica a la que se aproxima la escritura vallejiana. Freud, en su ensayo de 1924 sobre la diferencia entre la neurosis y la psicosis, insiste en que ésta se caracteriza por el intento de remplazar partes de la realidad por otra realidad, motivo, por lo demás, por el que recurre a la alucinación. Es decir, el sujeto se empeña en “reconstruir la realidad” (Freud 1981: 224-225). El argumento se resume de la siguiente manera:

[...] mientras que el mundo externo nuevo e imaginario de la psicosis intenta instalarse en el lugar de la realidad externa, el [mundo imaginario] de la neurosis, al contrario, tiende, como el juego de los niños, a relacionarse con una porción de la realidad [...] y a dar a esa porción una importancia especial y un sentido secreto que [...] llamamos simbólico (Freud 1981: 226).

La distinción que hace Freud ofrece una pista para la caracterización de la escritura vallejiana. Si en la psicosis no hay símbolos, vale decir que se trata de una producción de sentido en el que no se seleccionan porciones o segmentos de la realidad para darles un sentido especial, mediante la condensación o el desplazamiento, mecanismos básicos de la simbolización. Existiría, en este caso, un estado en que todo tendría sentido, ya que no intervendría la selección. El acto que desarrolla “Hallazgo de la vida” vendría a ser, en ese caso, un acto imposible: parar la máquina de lo simbólico y dejar que todo tenga sentido y hacerlo, sin embargo, desde la retórica, esto es, desde el lugar de producción social del sujeto.

“Hallazgo de la vida” afirma el éxtasis como modalidad de la verdad. Un éxtasis sin creencia, absolutamente laico (“mi gozo viene de mi fe en este hallazgo personal de la vida”). Se produce una luminosidad, pero sin que se deba a la presencia de un más allá (“Nunca, sino ahora, vi la luz áurea del Sol sobre las cúpulas del Sacré-Coeur”). Definitivamente, no se trata de la negación del tiempo por la trascendencia, esa estrategia que convierte la poesía en plusvalía metafísica y que caracteriza a la poesía latinoamericana oficialista. Se trata de algo mucho más difícil: el rechazo desde adentro de la sumisión al tiempo histórico. En la primera versión, el texto termina así: “¡Dejadme! La vida me ha dado ahora en toda mi muerte. [...] Yo moriré de vida y no de tiempo” (Vallejo 1997: 48).

©William Rowe, 2007.

Bibliografía

Adán, Martín (1971 [1928]): La casa de cartón. Lima: Mejía Baca.

Ballón Aguirre, Enrique (1985): Poetología y escritura. Las crónicas de César Vallejo. México: Universidad Nacional Autónoma de México.

Bateson, Gregory (1978): Steps to an ecology of mind. London: Paladin.

Burroughs, William (1985): The adding machine. London: Calder.

Freud, Sigmund (1981 [1924]): “The loss of reality in neurosis and psychosis”.

En: On psychopathology, The Pelican Freud Library, vol. 10. Harmondsworth: Penguin, pp. 219-228.

González Vigil, Ricardo (1991): César Vallejo, Obra poética. Lima: Banco de Crédito del Perú.

Pound, Ezra (1954): “Cavalcanti”. En: Literary essays. London: Faber, pp. 149-200.

Rowe, William (2003): Siete ensayos sobre poesía latinoamericana. México: El Poeta y su Trabajo.

Vallejo, César (1973): Contra el secreto profesional. Lima: Mosca Azul.

- (1997): Poesía completa. Edición de Ricardo Silva Santisteban, t. III. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú.

- (2002): Artículos y crónicas completos. Lima: Pontificia Universidad Católica.



[1] Este ensayo forma parte de un trabajo más extenso sobre Vallejo y el cine.

“A pie de página” agradece a William Rowe su gentileza y amabilidad por habernos permitido publicar este ensayo [N.d.R.].

[2] Véase Rowe 2003.

[3] Ricardo González Vigil incluye este texto, junto con dos otros, en un “adenda” a Poemas humanos (González Vigil 1991: 495-502).

[4] En esos mismos años, Ezra Pound había encontrado en el poema de Cavalcanti, “Donna me prega”, con su declaración que el amor reside “donde está la memoria”, una de las claves de la lírica moderna (Pound 1954: 149-200).

Fuente: http://www.apiedepagina.net/Roweart%C3%ADculoses.htm

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