Por Helmut Jerí Pabón
Nos embarcamos aquel jueves, con la sensación maravillosa de que enrumbábamos a otro planeta. La nave era ovalada, semitransparente y tan pequeña por fuera como una caja de zapatos. Así era en esta época, de inventos versátiles. Bastaba eso si, poner un pie para internarse mas bien en una estructura amplísima, donde bien podía caber el mundo entero.
Nos embarcamos aquel jueves, con la sensación maravillosa de que enrumbábamos a otro planeta. La nave era ovalada, semitransparente y tan pequeña por fuera como una caja de zapatos. Así era en esta época, de inventos versátiles. Bastaba eso si, poner un pie para internarse mas bien en una estructura amplísima, donde bien podía caber el mundo entero.
Eran las 63 de la noche aproximadamente, cuando habíamos superado ya el desorden del primer momento. Nos conocíamos un poco más, pero un poco menos todavía. Nadie hacia preguntas, había mucho deseo de hacerlo pero era mejor mantener en pie la sensación de lo desconocido. Se apagó la luz, había que descansar para el largo viaje. Todo buen suceso en la vida merece ser disfrutado a plenitud.
La noche serena, entre meteoros y estrellas fugases, desconocido para quienes lo hacíamos por primera vez, cuantos años luz viajaríamos, no importaba. Todo buen suceso de la vida merece cierto tiempo de espera.
Una mañana llegamos al primer puerto, lo llamaban Trujillo, y allí nos invitaron a bajar, a conocer, a respirar aires distintos a los de nuestro planeta contaminado.
Caminamos algún trecho por esas calles geométricas, con más ansiedad por enrumbar nuevamente que por seguir en aquel puerto.....
Cuando volvimos al terminal nos habían renovado la nave, pues la ultima parte del viaje, decían era la mas difícil. No había diferencias mayores, o no nos importaba, las formas siempre son las mismas para un corazón entusiasmado.
Algún tiempo después muchos de los viajantes sentimos los estragos maravillosos del nuevo mundo, teníamos la sensación de una revolución en el cuerpo, que se salía de la orbita ordinaria de ser mortales, para quedar solo armazón límpido, pues decían los grandes que, al nuevo mundo no se podía entrar cargado de rezagos terrenales.
Mientras superábamos ese momento nos contaban que alguna vez a alguien se le ocurrió denominar a esa limpia “soroche” pues la intención era que nadie olvidara la condición para entrar al nuevo mundo.
Algún tiempo después la nave salió de la zona de convulsión, para entrar a una vía sedosa que se asemejaba más a deslizarse por un trozo de terciopelo.
Latiendo mucho mas el corazón, pues había una sensación extraña, el cielo cambiaba de color y el cuerpo era cubierto por un aura mística, jamás vivida.
Y un día llegamos a ese mundo, el mismo que había albergado el nacimiento de un hombre convertido en mito por su grandeza, habíamos hecho un largo viaje solo para saber más de su vida, recorrer los lugares que él había recorrido alguna vez, andar sobre sus pasos imperecederos, fuimos al encuentro de Vallejo y en cuanto llegamos, ya éramos parte de su sangre, parte de su alma, pues todo aquel que tiene afanes contra la miseria y la injusticia, tiene algo de Vallejo. Bajamos a prisa de la nave, volamos como pájaros por el universo, dejamos los cuerpos reposando para el retorno, nos hicimos solo espíritu como mandaban las reglas del nuevo mundo. Cayeron algunas lágrimas y se perennizaron en el cielo.
Sin interrogantes, sin buscar un rumbo determinado, solo nos dispersamos por las calles indefinidas de Santiago, y quisimos perdernos ojalá para siempre.
No se sabia con certeza si ese lugar existía, nadie salvo quienes habían logrado llegar a el, se tejieron hipótesis muchas veces, se creyó que era un invento de las edades antiguas, y ciertamente era inimaginable que en épocas como esta, pudiera existir, o sobrevivir un lugar como Santiago. Nadie sabia de aquel lugar, nosotros si, estábamos allí, aletargados cada diez metros. Pues todo suceso bueno en la vida, no podía siquiera aproximarse a este.
Nos identificamos con los habitantes, como representantes de la tierra, y nos recibieron como recibirían a un visitante de cualquier otro planeta, dando lo mejor de si.
Pasamos algunos siglos, adaptándonos a las maravillas del mundo Chuco, a su cielo diáfano, y sus calles hechas artesanalmente, a esta vida extraordinaria, entre fogatas cálidas, entre poetas espontáneos que podían emerger de cualquier rincón, bailando con entrega generosa, con el regocijo de vivir en un lugar de estructura etérea. Santiago de Chuco existía, enclavado en el cielo, existía.
Alguna otra vez, unos pocos visitamos la morada de quienes estaban ya en otra dimensión, mientras otro grupo enrumbó a la luna, que quedaba ahí a unas cuadras nomás, para rendirle culto.
Y vivimos al máximo aquella época, sin tiempo, sin saber cuando era de día o de noche, que allá daba igual, el espíritu estaba libre de costumbres físicas, de dolencias humanas, de moléculas mortales...
Llegar no había sido tan difícil, pero marcharse parecía imposible cuando se dio el aviso del retorno, nos abordó la sensación de estar terminando un sueño que antes parecía eterno, nos volvimos entonces almas tristes, y como cuando llegamos, cayeron lágrimas, pero ahora muchas más, para incrustarse en el firmamento, y confirmar que cada luz brillante en el cielo de Santiago es una lágrima derramada por quien llega a sus entrañas, y por quien se va.
La nave se abrió, y volvimos a nuestros cuerpos, tampoco se habló mucho, ya que en el mundo Chuco todo estaba graficado, plasmado en cada pedazo de suelo, para que nadie olvide.
Y regresamos....
Érase una vez Santiago de Chuco, en un viaje de ensueño. O quizá solo una utopía de los mortales...
Fuente: Revista literaria AZUL@ARTE
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