27 abril 2008

Georgette en Santiago de Chuco

Por Danilo Sánchez Lihón


1. Vuelve César Vallejo a su tierra natal, en 1952

Cuando am
aneció el día 4 de octubre de 1952 el sol brillaba en el horizonte y pronto cubrió con todo su esplendor la comarca. Había en nuestros corazones un júbilo excelso. El día anterior habíamos dejado lista la banderola que decía: “César Vallejo vuelve hoy a Santiago de Chuco” que nuestra escuela luciría en el desfile de recibimiento. Los gallos cantaban entrelazando los bordes de los tejados y, en las huertas de las fincas, el trino de los gorriones hacía estallar más intensas y copiosas aún las flores en los rosales.

Camino hacia la escuela, ya en lo alto de las calles, se cruzaban esa mañana de pared a pared toda clase de guirnaldas. Volvía el hijo predilecto de nuestro pueblo, el autor genial de Los heraldos negros, Trilce, Poemas humanos, España aparta de mí este cáliz y tantas otras obras en prosa, teatro, ensayo y a quien, desde muy pequeños, nuestros mayores nos enseñaron a venerar porque había dado la presencia más cimera del Perú en la poesía universal; quien amó, además, entrañablemente a nuestra tierra, la recordó siempre y la llevó clavada en el alma; quien sufrió y luchó por superar la condición de injusticia en que vivía el hombre y que murió afligido en la cruz de su pasión por España, donde se luchaba por construir un mundo justo. Y quien, lejos del lugar natal, había escrito:

Me moriré en París con aguacero,

un día del cual tengo ya el recuerdo.

Me moriré en París –y no me corro–
talvez un jueves, como es hoy, de otoño.

Y, como lo predijo, murió en París el 15 de abril de 1938, a la edad de 46 años. Entonces, ¿cómo es que volvía a Santiago de Chuco? Regresaba, ¡sí!, pero en la persona de su esposa, quien había hecho el peregrinaje de venir desde Francia al Perú, 13 años después de su muerte, y enrumbar luego sus pasos a la tierra natal de su esposo muerto, enclavada entre pajonales y abruptas cordilleras; hecho que nos conmovía y nos embargaba de profunda emoción, de alegría, de ternura embelesada y, a la vez, de cierta pena.

A primera hora de la tarde de ese día, ya en la escuela, yo ajustaba las correhuelas de mi tambor, embellecía la franja que bajaba desde mis hombros hasta ceñirse en mi cintura y todo el alumnado del plantel se afanaba haciendo algo: banderas de los dos países, del Perú y de Francia. Se alisaban los estandartes, se templaban las banderolas, se acicalaban los escarpines y las insignias. Y, así, dábamos inicio al desfile hacia las afueras del pueblo para recibir a la esposa de César Vallejo, del poeta a quien nacimos queriendo y respetando por ser quien con su obra y, sobre todo, con la conducta de su vida, había ganado para nuestro pueblo un laurel de gloria imperecedera.


2. De espigas y abismos


Él había muerto, pero su esposa venía desde lejos, hecho que nos parecía muy valeroso, auténtico y de lo más fiel, llegando hasta nuestras montañas encrespadas, a nuestras noches inclementes, trasponiendo ríos, soledades y abismos. César Vallejo volvía hecho más tangiblemente poesía, en una dimensión quizá más natural y alada, más asequible para nuestro afán de retener, cobijar y proteger, más aprehensible para nuestro anhelo de amar.


– ¿Cómo será ella?, –preguntó Manuel, mi compañero en la fila de los que tocábamos los tambores. Y lo dijo lleno de inquietud e ilusión.

– ¡Es linda! ¡Preciosa!, –afirmé yo con la convicción de quien se deja guiar únicamente por el entusiasmo.


– Y ¿cómo?

– ¡Es… como el país de donde viene, es como Francia!– dije efusivo, recordando todo lo que había leído y visto para hacer la asignación que nuestro profesor, don Arnulfo Enríquez, nos encomendó hacer y que abarcaba: “El viaje de Vallejo a París. La identidad de su esposa y cómo se conocieron”; y para lo cual devoré los libros que me fue facilitando mi padre. A él leí después mi composición, quien me escuchó en silencio y pensativo.

– Y… ¿cómo es Francia?, –volvió a preguntar Manuel, obsesionado, mientras caminábamos bien sujetos los redoblantes al costado de nuestros muslos. Mirando los sembríos a la vera del camino carretero, le contesté:

– Así como esas espigas de trigo y de cebada, –tallos que justo en ese instante se mecían con el soplo del viento que ulula y hasta silba en la curva de “La Piedra Bruja”, por donde pasábamos en ese momento.


– Y nosotros, ¿cómo somos? –indagó ingenuamente Manuel, mirándome detenidamente a los ojos. Sin saber responderle corrigió su pregunta, para decir:

– ¿Cómo era César Vallejo?
Buscando alrededor algo con lo cual compararlo, ensayé una aproximación:

– Como esas montañas y como esos abismos. –Y le señalé las cumbres y las hondonadas de pavor y de miedo que hace el río Patarata que se retorcía abajo en el precipicio. Manuel miró las rocas de granito y los barrancos que descienden en vertical hacia el río empequeñecido. Después se quedó contemplando los sembríos de trigo y de cebada que estaban cerca de nuestras manos.

– O sea es como si se hubieran juntado lo hondo de la piedra y lo leve de la espiga, lo transparente y lo misterioso.
Esta vez fui yo quien se quedó mirando en sus ojos la lejanía.

3. Un amor de ventana a ventana


Las respuestas a Manuel pude hacerlas gracias a las horas que había dedicado a cumplir con la asignación que hice aquel año y para dicha ocasión. La conservo todavía, escrita con pluma de metal que untaba en un tintero azul y lleva el osado título de: “Un amor de ventana a ventana”. La encontré guardada entre los papeles de mi padre pero con mi pobre firma de aquella época. Confieso que para incluirla en este texto la he corregido, principalmente en algunos aspectos formales, pero en esencia es la misma, cual es que el amor que existió entre César Vallejo y Georgette Philippart –una muchacha de familia, nacida en París– es un amor que me pareció, y me sigue pareciendo hermoso, sublime y de leyenda, quizá uno de los amores más excelsos de la historia de la literatura universal – no sólo porque rompió con todas las barreras y prejuicios de edad, condición social, cultura; no sólo por haber sido de una fidelidad absoluta, tanto que transpuso llanamente las tenebrosas barreras que nos tiende la muerte y que sólo seres geniales y auténticos como César Vallejo pudieron alcanzar a inspirar, tanto que después de conocerlo Georgette renunció a todo y cambió de tal modo que ella misma cuenta que antes nunca prestó atención a la palabra “comunismo” y después de él luchaba y erogaba a favor de dicha causa–, sino que es asombroso incluso en sus detalles más pequeños, como cuando ella consulta, a los 15 años, con una adivina y la mujer le dice, acerca del hombre que sería el centro y el eje en su vida:

Viene de lejos… Ya ha cruzado los mares. Un hombre feo… pero un ser luminoso. Será usted siempre la primera en su mente.


Pero mi composición del año 1952 –ya mejorada, así como agregados los datos que se presentan entre paréntesis– es la siguiente:


César Vallejo dijo adiós al Perú el 17 de junio del año 1923 viajando rumbo a París en el vapor “Oroya”. Llegó a la capital francesa un día antes de las Fiestas Patrias de ese país, que se celebran el 14 de julio. En Europa llevó una vida de pobreza, consagrado a la causa mundial de buscar justicia y redención para el hombre. Allí sufrió penurias y extrañó mucho a su aldea nativa.

Georgette Philippart era una bella muchacha que en el liceo donde estudiaba salió elegida reina de la primavera. Se enamoró del poeta mirando desde el balcón de su casa, hacia el cuarto del hotel Richelieu donde aquel se alojaba, muy cerca de la Avenida de la Ópera y de la Comédie Francaise.


Raúl Porras Barrenechea escribió en la nota bio-bibliográfica de “Poemas humanos”, libro publicado a los pocos meses de la muerte del poeta, que Georgette era “una chiquilla de ojos glaucos, que le atisbaba sin conocerle, desde la ventana de su casa en la rue Moliere, frente al hotel de Vallejo, en donde ocupaba la habitación Nº 19, y no se acostaba hasta no verle regresar en la noche”. Le atraía aquel hombre enigmático, parco y melancólico.


– Tenemos un vecino que es mudo, –le confió a su madre, en una oportunidad.


En febrero de 1927 era tanta su fascinación por aquel ser meditabundo que ella le hace gestos de ventana a ventana para salir. Vallejo baja de su habitación, y ella también. Sin embargo, ninguno cruza la calle para encontrarse sino que caminan en paralelo, cada uno por la acera de enfrente, ella luciendo un vestido blanco. Se dirigen por la calle Montpensier, hacia los jardines del “Palais Royal”, que se ubica cerca del lugar donde vivían. Él se sienta en una banca. Ella se acerca y se sienta a su lado. César Vallejo permanece callado. Ella lo mira con arrobamiento. (Ha contado, después, que veía una luminosidad blanco-azul alrededor de su cabeza). Él se inclina en su regazo y se echa a llorar, inconsolable. Esa fue su extraña declaración de amor. Ella tenía 18 años, César Vallejo 35. (El nombre de aquel lugar, “Palais-Royal”, fueron las últimas palabras que él exclamó antes de morir).


Cuando la madre de Georgette se entera de estos amores confina a su hija en una provincia de la Bretaña francesa. Sólo cuando ella muere, –acontecimiento que ocurre dos años más tarde–, Georgette regresa a París a encontrarse con Vallejo. Viajaron juntos por diversas ciudades europeas: Berlín, Leningrado, Moscú, Praga, Viena, Budapest, Venecia, Florencia, Roma, Pisa, Génova, Niza. El 11 de octubre de 1934 contraen formalmente matrimonio en el Municipio de El Naire, XV Arrodisement, en París.


Mientras ambos vivieron fueron una pareja inseparable. Cuando él murió, consumido y delirando por el destino de España (y, ahora se sabe, a causa de un rebrote del paludismo que él contrajera en su adolescencia) ella veló los 34 días que duró su enfermedad prácticamente de pie, a un costado de su lecho. Desde entonces, se dedicó de cuerpo y alma al cuidado de la obra de su esposo. Hace unos meses llegó al Perú y hoy la recibiremos con regocijo en Santiago de Chuco.

4. El ingreso de Georgette a nuestro pueblo

Cuando divisamos por las alturas de Chollagueda los dos automóviles en que venía la comitiva, según el informe telegráfico recibido y remitido desde el asiento minero de Shorey, la banda de músicos del pueblo arrancó a tocar una marinera, nosotros a aplaudir y los cohetes empezaron a subir y reventar en el aire, más por el contento de nuestros corazones que por lo que pudieran ver los viajeros aún distantes. (“Palmas y guitarras” fue el poema que Vallejo le dedicó a Gerogette cuando ella aprendió a bailar la marinera peruana en París).


Todos hacíamos esfuerzos por seguir –colocando como visera nuestras manos– la trayectoria de los dos vehículos que aparecían y desaparecían entre los cerros, las curvas y los bosques de eucaliptos. Cuando asomaron por el caserío de Huayatán, las filas desordenadas de los alumnos de los diferentes centros educativos, fuimos convocados de inmediato para formar, arreglar las pancartas, coger los banderines, afinar los instrumentos de las Bandas de Guerra y una alegría diáfana afloraba en todos los rostros. Tenía para nosotros un significado y un encanto profundo el hecho de que ella llegara hasta nuestro pueblo.

Ya en la curva de “Las Guitarras”, se detuvieron los dos automóviles que era raro verlos por estos lares. Bajó la comitiva, entre quienes (ahora ya lo sabemos) se encontraban los señores Oswaldo Vásquez Vallejo, sobrino carnal del poeta, Héctor Centurión Vallejo, Carlos H. Berríos y Wilfredo Torres Ortega, entre otras personas que formaban parte de la delegación.
Las autoridades de la provincia, como el Alcalde, el Subprefecto, el Inspector de Educación y el Juez de Primera Instancia, le extendieron ramos de flores. Después vinieron los saludos y abrazos. Cuando vimos venir al grupo de viajeros, nuestros tambores y cornetas empezaron a resonar, mientras niños y niñas agitaban las banderas del Perú y de Francia, dando ¡vivas! a ambos costados de la carretera.

Delante de mis ojos vi pasar a Georgette de Vallejo, tal y como eran las niñas que amábamos en nuestros sueños. Cargada de flores, envuelta en un traje oscuro que a mí me pareció de luto, y que resaltaba su tez de ámbar; de rostro agraciado donde fulguraban sus ojos vivaces y brujos; menuda de talla, delicada como una mariposa, como una flor en un seto desconocido. ¡Hasta en eso! nos veíamos representados por César Vallejo, en haber conquistado a la niña más linda para ser su compañera. ¡Hasta en eso él había concretado nuestros anhelos!


La comitiva, de varias cuadras de extensión, la acompañamos hasta el Municipio ubicado en la Plaza de Armas, donde recibió el homenaje de nuestras autoridades. Después, algunas delegaciones y escoltas la acompañamos a la casa de doña María Jesús, la hermana mayor del poeta, en donde se había previsto que ella se alojara. Al siguiente día, los personajes importantes y la familia Vallejo en pleno le brindaron un almuerzo en la casa materna donde había vivido el poeta. En los días en que ella permaneció en Santiago, era como si tuviéramos en nuestro firmamento una luz fulgurante, un tesoro inmenso, una joya invalorable.

5. Amor sublime, más allá de la muerte

En junio de 1979, 41 años después de la muerte del autor de Los heraldos negros, Georgette publica un libro titulado “Máscara de cal” donde dedica 35 poemas a su desaparecido esposo. En uno de ellos dice:

Tú mi vida

tú mi dolor
toda mujer eternamente
mece un niño

he nevado tanto
para que duermas

y llorado

hasta disolver tu ataúd.

Georgette se quedó a vivir para siempre en el Perú. El año 1984 murió en Lima y fue enterrada en el cementerio de la Planicie. Sin embargo, los huesos de César Vallejo reposan en París, en el cementerio de Montparnasse, adonde ella los hizo trasladar desde el cementerio de Montrouge, donde inicialmente fueron sepultados.


La crítica literaria reconoce a César Vallejo como el mayor poeta del siglo XX en lengua castellana. Se discute ahora si es él, posiblemente, el mayor poeta universal del siglo XX. Ya hemos mencionado en otra oportunidad que el profesor italiano Roberto Paoli, de la Universidad de Florencia, divide a los poetas de todos los tiempos en dos grupos: “En uno, todos los poetas –ha dicho– y, en otro, César Vallejo”, palabras inmensamente significativas considerando que el país de este eminente profesor es la patria de Virgilio, Dante, Petrarca, Leopardi, Ungaretti, Pavese y tantos otros venerables poetas universales.


Es que la penuria y el dolor del hombre, como especie y como espíritu, fueron encarnados plenamente por César Vallejo, convirtiendo su mensaje en canto heroico de redención para toda la humanidad, y hasta en himno de victoria para conquistar en el futuro la abolición de la muerte por el amor y la solidaridad universal, escribiendo así:


Entonces, todos los hombres de la tierra

le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;

incorporóse lentamente,

abrazó al primer hombre; echóse a andar…

Haciendo sonar mi tambor por la curva de “La Piedra Bruja”, habiendo visto pasar encabezando la comitiva a la niña que encarnaba nuestros sueños, consolándome en las hondonadas del río Patarata, mis labios susurraban aquellos versos que dicen:

Como el río
que nace entre picachos fríos
y soberbio muere desafiando el mar.

Indudablemente, en el caso de César Vallejo, en el mar de la eternidad.



Fuente: RCPAL

1 comentario:

Anónimo dijo...

Buen trabajo amigo sigue informandonos sobre el legado de Vallejo y su abnegada viuda Georgette