LA iconografía vallejiana por excelencia -mentón pensativo apoyado en sólida mano diestra- se forjó frente a esa vieja cámara Agfa. Tras ella accionaba el obturador un estudiante de derecho tarmeño a quien el poeta había conocido sólo un par de años atrás. Había sido en Madrid, cuando Juan Domingo lo viera por primera vez en el departamento de Félix del Valle, invitado por Xavier Abril. El tenía 24 años, Vallejo 35. Era 1927 y el poeta llevaba en el dedo anular de la mano izquierda una sortija florentina con piedra que le cubría toda la falange.
Acaso por ser ambos provincianos y Córdoba poco afecto a los disfuerzos literarios comunes entre escritores, fue entre ellos que la amistad cuajó con reciprocidad. Vallejo convenció al bisoño estudiante que resultaba poco menos que un desperdicio vivir en Madrid cuando París estaba a sólo una noche en tren. Describía a esta ciudad como fuente de cultura, de conocimento y cabal formación de la personalidad. Poco tiempo después Córdoba y Vallejo llegaban a la Ciudad Luz, el primero mareado y agotado por seguir el ritmo diurno y noctámbulo del segundo: Peregrinajes a Los Inválidos, al Pere Lachaise, Louvre, L' Orangerie, paseos a Sevres, Versalles, el boulevard Montparnasse y sus cafés La Rotonde, Dome, Select, bailes en el Gipsy o en Les Noctambules del Barrio Latino. Momentos todos ricos en situaciones vallejianas, tanto de profunda gravedad estética, como de leve gozo de la vida en amistad. En la Rue Royal una mujer envuelta en costoso tapado de pieles se dirige a tomar un automóvil seguida de un hombrecito enteco y cara de poca cosa. Vallejo no les pierde de vista: "Nada, nada, nada, la mejor carne se la come el perro! Y no me vengan con que mi mamá me dijo, y que esto y que lo otro y lo de más aquí y lo de más allá. Nada, nada, nada, zorrillos, cero, cero, cero!"
- Tarjeta del vate que lo acredita corresponsal de dos publicaciones..
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