20 abril 2008

Vallejo en el averno


Escribe: Eduardo González Viaña

Cuatro meses en la cárcel de Trujillo, fue el duro calvario que le tocó vivir a César Vallejo entre noviembre de 1920 y marzo de 1921. Esta historia es contada por nuestro colaborador Eduardo González Viaña en su novela Vallejo en los Infiernos. Aquí unos fragmentos de ella:

I

¿DÓNDE ESTÁ VALLEJO?
Fue recibido por un criado que le enseñó la habitación que le estaba reservada y abrió para él un ropero de cedro. Después, lo llevó a conocer la casa –La
señora está fuera, pero llegará a mediodía. Las niñas volverán del colegio por la tarde. El doctor Ciudad viene a la una. Me pidió que lo atendiera y que le ofrezca lo que usted necesite. El doctor piensa que tal vez a usted le gustará pasar un tiempo en la biblioteca. El primer patio estaba empedrado. En el segundo, había una fuente y un bebedero para caballos.

Atravesaron el comedor principal, y Vallejo pudo advertir que la mesa de caoba tenía patas de garra de león. La sala principal ostentaba un mobiliario del siglo XIX. Era una típica casa colonial trujillana. El poeta se quedó en la biblioteca aislado por completo del resto de la casa. A la una de la tarde, escuchó los pasos de su anfitrión. –César, está usted en su casa. Andrés Ciudad había pasado la mañana entre la Corte Superior de Justicia y su oficina jurídica atendiendo diversos asuntos de esa índole.

Vallejo comenzó a disculparse, y dijo que no quería causar incomodidades. –Recuerde, César, que soy yo quien lo ha invitado a venir. Era usted el mejor amigo de mi hermano, cuya memoria defiendo cuando lo patrocino a usted. Además, no va a estar mucho tiempo. Ya verá que en una semana conseguimos que se levante la orden de detención. Conversaron un rato. A la una y media, entraron en el comedor, donde los esperaba la esposa del Ciudad. Fue un almuerzo breve. Al final, dijo la señora Ciudad: –César, para nosotros es un honor tenerlo en casa. Para mis hijas, será una inmensa alegría. Quieren conocer a un poeta... A un gran poeta... Ellas han organizado un lonche en su honor.

A pesar de que será solamente entre nosotros, nos han exigido vestirnos como para un banquete. Caballeros, los dejo solos. Recuerden que a las seis nos vemos en el comedor. Transcurrió la tarde. A las seis, entró Vallejo en el comedor. Vestía todo de negro. Su camisa blanca tenía puño doble. Saludó a las niñas. Elisa, la menor, corrió hasta el jardín y allí cortó una rosa blanca. Avanzó hacia él y se empinó para ponérsela en el ojal.

–A usted le queda muy bien.

César se sintió feliz y pensó que esta escena se repetía. Así exactamente y con una rosa del mismo color en la solapa vestía en la foto que se tomara con sus amigos en el agasajo al poeta Parra del Riego. Tuvo la corazonada de que la rosa blanca iba a aparecer muchas veces en su vida. El abogado y su familia usaron ese día solamente una delgada puerta falsa que daba a la calle Independencia. Nadie más que Vallejo entró ni salió por la puerta de San Martín durante todo el día, y sólo los vientos de noviembre con sus aullidos pugnaban por colarse.

Las ventanas de la casona estaban guarecidas por rejas de hierro forjado. Dos pétreas columnas daban marco a la puerta. El tallado y el decorado eran barrocos, y la madera procedía de Nicaragua. Era una entrada colmada de esplendor y provista de dos aldabones coloniales que terminaban en una pequeña sirena de bronce. La casona había pertenecido al arzobispo Juan Benedicto Mora en el siglo XVII y, en aquella época, bastaba asirse a uno de los aldabones para gozar del derecho de asilo.

En el siglo XIX, había sido el centro del poder insurgente cuando el Libertador Simón Bolívar estableció en ella su cuartel general. Ese día, después de que ingresara Vallejo, no se iba abrir a nadie, y no se abrió. Además, nadie pidió entrar. Aquella arquitectura era imagen del poder y la seguridad. La soberbia puerta barroca permaneció cerrada hasta las 6 de la tarde en que, sin tocar los aldabones, nueve gendarmes comenzaron a dar golpes de comba sobre la colosal madera hasta que la derrumbaron, e irrumpieron a balazos mientras preguntaban a gritos:
–¿Dónde está Vallejo?


II

UNA MUCHACHA LLAMADA MARÍA
Una semana más tarde, Vallejo fue a recoger a María. Después, tomaron el camino de Mansiche, y pronto empezaron a caminar sin rumbo fijo. Ella quería saberlo todo acerca de él: ¿Qué se proponía escribir? ¿Guardaban sus otras composiciones líricas la misma forma y cadencia que "Primaveral"? ¿Qué libros leía? ¿Prefería qué música?

–Te he preguntado qué te propones escribir.
No respondió de inmediato César.
Ambos callaron, pero siguieron avanzando. Pasaron el Óvalo de Mansich
e, y el camino los conducía hacia Chan Chan.

–No sé lo que me propongo escribir, pero todos los días me lo pregunto. Quisiera ir más lejos, mucho más allá de la poesía convencional. Quisiera que una palabra dijera mucho más de lo que dice en el diccionario. Quisiera dejar a la palabra sola en el campo como una oveja perdida, y ver hacia dónde se dirige. Ella declaró que no sabía si una poesía de ese tipo existía ya.
–No. No creo que exista. Hay que inventarla
– Al decir esto, César miró hacia el cielo como si allí quisiera buscar la nueva poesía. Ella cambió de tema:
–¿Qué piensas del siglo veinte?
María Rosa tenía la sensación de haber nacido en un tiempo que todavía no era el mejor para los seres humanos. No le parecía lícito que existieran la pobreza y el hambre, la guerra y el culto diabólico de la propiedad.
–Los dueños de las haciendas– aseveró
–van a la misa de las doce en la catedral– dijo,
y añadió que:
–Pero en la noche del sábado, le besan al demonio las patas y la cola.
–Sí, tienes razón.
Y, sin embargo, tengo confianza en este siglo. Creo que va a ser el tiempo de las grandes revoluciones. Tendrá que serlo. Al final, no habrá ni ricos ni pobres, ni guerras ni fronteras. Los hombres del futuro pensarán que nosotros vivimos en una era de caníbales.
Coincidieron en todo eso, y también en Juan Sebastián Bach.
–Tal vez lo quiero porque, al igual que yo, a los diez años ya había perdido a su padre y a su madre.
–No puede haber dolor más grande– comentó Vallejo – Añadió que únicamente el dolor podía haber conducido al gran artista a ese esplendor de la música del barroco.
–Te lo digo, María. Sólo el dolor explica tanto misticismo, tanta inocencia expresiva y toda la influencia que ejerció sobre Beethoven y Mendelssohn.
–Y también Chopin. ¿No dijo alguna vez que el Maestro se apoderaba de su alma?
–¿Y en poesía?
–¿En poesía?
Rubén, claro que Rubén.
–Mi padre y mi maestro– exclamó César.

La noche estaba sobre ellos. Mientras argumentaba, César caminaba a largos pasos y se había alejado algunos metros de la muchacha. Reparó en eso y volvió hacia ella buscándola con los brazos como hacen los ciegos. Tal vez, entonces, ambos sintieron la música de las esferas. Él le tendió la mano y ella se la tomó.

María Rosa era tan pálida como el cielo y parecía estar ardiendo. Ahora ya no la veía César, pero podía adivinarla por el olor minucioso de las hojas del naranjo. La veía y dejaba de verla. Ambos comenzaron a arder sin llamas como la luna que ardía sobre las altas pirámides truncadas de Chan Chan. Acaso, ella le rodeó el cuello con el brazo. Tal vez fue él quien lo hizo. Nunca lo sabrían. Nunca.
–No me hables más.
–¿Me quieres?
–Oh, Dios mío, sí, María. ¡No sabes
cuánto!

Fuente: http://www.editoraperu.com.pe/edc/2006/comm_2/suplementos/variedades.asp

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