En ese abril como aquel en que César Vallejo se fue desde su habitación de París, hace más de seis decenios, aniquilado por una fiebre sibilina a la que nadie pudo entender, me gustaría rendir homenaje a su memoria, como quien pasa un bálsamo sobre su sufrimiento final, tratando de descifrar el poema XLVI de Trilce:
"La tarde cocinera se detiene
ante la mesa donde tú comiste:
y muerta de hambre tu memoria viene
sin probar ni agua de lo puro triste.
Más , como siempre, tu humildad se aviene
a que le brinden la bondad más triste.
Y no quieres gustar, que ves quien viene
filialmente a la mesa en que comiste.
La tarde cocinera te suplica
y te llora en su delantal que aún sórdido
nos empieza a querer de oírnos tanto.
Yo hago esfuerzos también, porque no hay
valor para servirse de estas aves.
¡Ah! Qué nos vamos a servir ya nada."
Este poema, aparentemente oscuro y enigmático, que desde su aparición ha sido interpretado de modos diversos, se puede comprender mejor y se nos puede revelar de una manera más sorprendente después de leer el valioso testimonio que nos dejó Juan Espejo Asturrizaga en el libro titulado "Vallejo: itinerario del hombre."
En este manantial de información nos enteramos que en 1918, en los tiempos en que todavía se enseñaba con la palmeta en la mano, Vallejo trabajaba como profesor de educación primaria en la escuela Barros de la ciudad de Lima. En esa época, sediento por compenetrarse con otras almas literarias ya había acudido a la Biblioteca Nacional para conocer al anciano Manuel González Prada, a quien encontró humedeciendo un dedo en una copa de agua para adherir un sello a su correspondencia. Con anterioridad Vallejo había visitado a José María Euguren en el balneario de Barranco. El poeta lo recibió muy afablemente y le mostró una colección de fotografías azulinas y pardas que había tomado con una cámara de su invención a una soprano conocida y a un saltimbanqui de playa y que guardaba encoladas en un álbum de tapas de cuero.
Estaba por concluir la Primera Guerra Mundial, aquella conflagración de zanjas impregnadas de gases venenosos y rebozantes de combatientes caídos. Mientras que en Europa, soldados alemanes y franceses corrían con fusiles en mano, de una trinchera a la otra, entre explosiones, cortando alambrados y esquivando las balas de las ametralladoras, en la ciudad de Lima, César Vallejo tenía que eludir las miradas ardientes que le enviaba una muchacha morocha y agraciada que se llamaba Otilia y que vivía en la calle Maravillas.
Rápidamente se convirtieron en amantes. Sobre ella existen varias referencias en Trilce. El amoroso Vallejo solía sacarla a pasear los domingos por la tarde. Se iban platicando por la Bajada de Santa Clara y al llegar a la esquina de la Escuela de Bellas Artes continuaban por la calle San Ildefonso. Vallejo avanzaba lentamente con un terno azul marino apretado, una camisa blanca de cuello almidonado, probablemente planchado por Otilia y una menuda corbata bermellona. Empuñaba un bastón charolado de punta metálica que llevaba más por adorno que por necesidad. Ese sería el bastón con el que, posteriormente, se tomaría una fotografía apoyando el mentón sobre una mano. A su lado iba ella con su mirada traviesa y con la cabeza cubierta por un sombrerito negro y redondo.
Después de pasar por el puente Balta se detenían en un lugar donde vendían comida. Casi muertos de hambre se sentaban a una mesa rústica y él dejaba el brillante bastón apoyado en la banca. La cocinera con su delantal, sin poder dejar de oír la conversación y las risas de los amantes, les servía un plato de arroz con pato, esas aves con culantro, exquisitez de la culinaria peruana, con piernas de ave teñidas de verde y adornadas con fragmentos rojos de pimentón. Mientras comían, Otilia escuchaba lo que Vallejo, con el ceño inevitablemente fruncido y con sus ojos tristes e indagantes, le decía.
Tiempo después, cuando el apasionado romance concluyó Otilia guardó sus prendas íntimas dentro de unas maletas de cuero y se marchó para siempre en un tren que la llevó a su pueblo natal de San Mateo. De nada le sirvieron a Vallejo, para amainar sus sufrimientos, las numerosas cartas que le envió ni la contemplación de las fotografías pardas que guardaba de ella. En un intento ritual de apaciguar el dolor causado por la ausencia de la amada, volvió a recorrer las mismas calles, a la misma hora del domingo, tratando de acordarse de las cosas que le había dicho, hasta llegar a sentarse triste y agotado, a la misma mesa de las suplicantes cocineras con delantal que le volvían a servir el mismo plato de arroz con pato que había saboreado con Otilia. Fue así como en un intento desesperado de aliviar su nostalgia idílica, como abrumado por la ausencia irremediable de la idolatrada, apoyado en un barandal del puente, con el entrecejo arrugado de indio moche, escribió el poema XLVI de Trilce. Volvámoslo a leer:
"La tarde cocinera se detiene
ante la mesa donde tú comiste:
y muerta de hambre tu memoria viene
sin probar ni agua de lo puro triste.
Más, como siempre, tu humildad se aviene
a que le brinden la bondad más triste.
Y no quieres gustar, que ves quien viene
filialmente a la mesa en que comiste.
La tarde cocinera te suplica
y te llora en su delantal que aún sórdido
nos empieza a querer de oírnos tanto.
Yo hago esfuerzos también, porque no hay
valor para servirse de estas aves.
¡Ah! Qué nos vamos a servir ya nada."
Fuente: http://www.secrel.com.br/jpoesia/bh3vallejo4.htm
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