26 abril 2008

El joven Vallejo

Por Domingo Varas Loli

Cada quien tiene su propia imagen de Vallejo. Existen el Vallejo místico, el revolucionario, el blasfemo, el visionario que se presta a atinadas y, a veces, a arbitrarias y antojadizas interpretaciones. A mí, particularmente, la prosaica imagen de Vallejo que me ha estado acompañando estos días en que he vuelto a frecuentar su poesía exaltada de dolor y convulsa desesperación, es la del joven Vallejo que vivió en Trujillo los años cruciales de su vida, de 1913 a 1917, en que se definió la vocación poética y la trayectoria literaria de este genial escritor. Quizás es este periodo de su vida el único que está libre de esa aureola mistificadora que ensombrece la comprensión humana del itinerario existencial de la vida del poeta. La imagen que me obsede en estos días es la del joven Vallejo que llegó a Trujillo por vez primera a estudiar medicina en 1911, el que trabajó en una ocupación vil como ayudante de cajero en la Hacienda Roma, el estudiante aplicado de la Facultad de Letras y Filosofía de la universidad local que cosechaba altas notas, el preceptor de la Escuela de Varones N° 241 que llegó a ocupar el cargo de secretario de la Asociación de Preceptores de Trujillo y dictó conferencias sobre “La enseñanza de la educación moral”, el brillante versificador que entonó un Himno a la Primavera impregnado de un candoroso optimismo o que declamaba poemas con “acento viril y emocionado” en las veladas oficiales, que escribía poemas circunstanciales buscando tal vez inconscientemente un temprano reconocimiento.


Es también por estos años el joven poeta que aceptaba con orgullosa humildad las críticas a sus primeros escarceos literarios. En este sentido, Antenor Orrego cumplirá una labor encomiable y ejemplar. Cuando en 1914 Vallejo le alcanzó un manojo de poemas de impecable versificación pero factura clásica que revelaba las influencias de Góngora, Garcilazo y Lope de Vega, Orrego le aconsejó que olvidara esos poemas epigonales y escribiera otros en los que expresara su más recóndita sensibilidad humana. Pocas semanas más tarde, César Vallejo, desde Santiago de Chuco, le escribía: “Tus palabras han sido como un fiat lux que arrancaran del abismo algo que se debatía oscuramente en mi ser y que pugnaba por nacer y alcanzar la vida…”, y a continuación expresaba: “…se han desvanecido todas mis vacilaciones y marcharé seguro de mí mismo contra todas las negociaciones, contra todas las contras”.

Es, entonces, cuando Vallejo adopta esta actitud de rebeldía auténtica, de búsqueda marginal de su nervazón poética que los círculos oficiales arremeten con toda su estulticia aldeana y vacua mordacidad contra el joven poeta libérrimo, que ejecutaría su vindicta postrera en la poesía. Así, en el poema “Sombras” que escribió en 1917 y que no publicaría en libro alguno, habla de “afilados judíos cruzan por estos años/al lado de insolencias parásitas y vacuas”, refiriéndose sin duda alguna a esas “eminencias de paraninfo que enarbolan la dictadura de la rutina” (Orrego dixit). Por entonces ya Vallejo está exento de las injurias que asediaban su tránsito alado, inmerso en una búsqueda radical del sentido de la existencia.

El Vallejo que se embarcó en el vapor Ucayali con destino a Lima una cálida mañana del 27 de setiembre de 1917, era ya un poeta consagrado de lleno a la literatura, que había escrito el núcleo central del poemario “Los Heraldos Negros” y había emprendido el camino sin retorno de la creación literaria.

Fuente: http://spanport.byu.edu/instituto_Vallejiano/eljovenV.htm


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