Escribe: César Vallejo.César vallejo no solo es nuestro gran poeta, sino también un gran periodista. Durante su estadía en parís trabajó intensamente para poder subsistir y fue colaborador permanente de Variedades. En sus notas, que llevaban el encabezado "crónicas de parís", abordó diversos temas. En este artículo muestra toda su dimensión de escritor al narrar una historia judicial.
M. Pierre Laval, nuevo ministro de justicia de Francia, acaba de prohibir el ingreso del público a las audiencias judiciales. Antes, las gentes ociosas y sin dineros para pagar un teatro o una sala de baile, podían distraer su aburrimiento en las salas de los tribunales, sin que les costara gran cosa. Unos cuantos minutos de espera en los patios historiados, unos pisotones, unas súplicas a los guardias y adentro, se ha dicho! Espectáculo de gran interés, el de estas audiencias, en que se ponían a la tinta edificantes matices ambientes de la urbe.
Había espectáculo de los criminales, jueces, testigos, fiscales y abogados, por una parte; espectáculo del público, por otra, y, por cuerda separada, espectáculo del público y de la máquina de la justicia, juntos. Qué más se podía pedir? Las gentes salían completamente satisfechas. No les había costado dinero. De un teatro salen las gentes, por lo general, insatisfechas, porque el espectador cree casi siempre, allá en los acordeones estético- económicos de su corazón, que la sesión teatral no valía lo que ha pagado: hacía mucho calor o el protagonista era malo o el decorado insípido o el vecino de la butaca espía o el empleado estuvo descortés.
En cambio, las audiencias de París colmaban a las gentes de una emoción desinteresada, perfecta, inobjetable. No hay que añadir la intensidad y amplitud artística de cada audiencia: la tragedia, el drama propiamente dicho; a veces, la comedia, el vaudeville, el sainete cómico y hasta la farsa del guigñol, el género bufo, la ópera y aún la danza. En ocasiones, para ciertas demostraciones médico-legales, se daba cinema y las artes ocultas prestaban importantes servicios, en todo cuanto se relaciona con el mundo astrológico de los destinos.
Pero he aquí que de repente M. Laval, que pertenece a un grupo juvenil y revolucionario del Parlamento francés, como Herriot, como Jouvenel, como Lamourex y otros, viene a quitarnos tan copioso espectáculo, por el solo temor de que los estrados judiciales se conviertan, por el ejemplo, en escuela de delincuencia. Un grueso de la población parisiense ha quedado sin diversiones. La vida ha encarecido más, puesto que ahora muchos tienen que distraerse pagando. El teatro y el cinema se ven obligados a derramar o a fingir que se derrama, –que para el caso es igual– más sangre en el tablado y en la pantalla, en compensación a la sangre que ya no se
ve en las salas judiciales. En fin, M. Laval no sabe acaso en la que se ha metido.
Aparte de estos inconvenientes colectivos del decreto prohibitivo, cada cual sufre,
por separado, alguna resonancia particular.
Entre los antiguos clientes de las audiencias conozco a un corredor de una agencia de
Wagons-Lits, en quien aquel decreto no ha logrado destruir el hábito que podríamos llamar judicial o, si queréis, policial. Este bravo iniciado en los affaires de la justicia penal, ha empezado a hacer intrincadas gestiones encaminadas a adquirir una colección de armas famosas, de aquellas que han servido a grandes criminales. Su creencia es que la empresa es hacedera y que la colección podría luego servir en gran medida al Estado, a la Ciencia, a la Humanidad.
En París todo es posible. De buenas a primeras, sucede una cosa y sanseacabó.
De ello es buena prueba la conducta de este otro tipo, extrañamente judicial o judiciable, que vais a conocer en seguida. Tipo extrañamente judicial, por que no es, como el corredor de Wagons-Litis, un tipo catalogable en tal o cual casilla judicial, sino que está dentro de la justicia, sin dejar de estar fuera de ella.
M. Ferand Scatel, es un jurista de la Sorbona, que, ¡cosa original! se interesa mucho
por la vida de América. He estado ayer con él, en el célebre café, Boeuf sur le Toit
de Montmartre tomando el aperitivo. Una joven ingresó a la sala y pasó a estrechar la
mano de M. Scatel. M. Delfau, que así se llama el mozo, tendrá unos 34 años; es elegante, aunque magro y muy nervioso. Me pareció haberlo visto. Me pareció haberle visto precisamente en una audiencia judicial, pues Delfau tiene un aire azás judicial. Si no le he visto en las tribunas de una audiencia, como espectador, debo haberle visto en la mesa de un tribunal, en una silla de defensor, en un cordón de policías, en una fila de testigos o en un banco de acusado.
Esta amistad con Delfau, tipo judicial, con Scatel, abogado, se me antojaba perfecta, por la comunidad de aire de audiencia, que tenían ambos. Hay amistades que están muy bien. Pero como lo supe después, M. Delfau no ha sido nunca abogado, juez, testigo, ni policía y ni siquiera alguacil. M. Delfau no ha sido criminal. Ni espectador en las audiencias. Su extraña atmósfera judicial le venía de un rol que él ha jugado y que no me decido a calificar de rigurosamente judicial. M. Scatel, jurista de la Sorbona, tampoco se decide a calificar ese rol de judicial y ni siquiera de delictuoso. M. Delfau asesinó a Maurice Barrés. Pero creo que he dicho mucho. El propio M. Delfau se contenta con decirnos a M. Scatel y a mí, mientras sorbe su copa de amourette –Yo debía haber asesinado a Barrés, el mismo día en que murió de pleuresía. Es decir, no iba yo a asesinarle, sino a castigarle, como castiga un juez a un criminal o como
guillotina un verdugo a un condenado.
Los lectores podrán imaginarse nuestro asombro ante tales palabras. Pero, como ya dije, en París todo es posible. M. Delfau nos habla largamente: –Mi acción se redujo, por desgracia, solamente a dejarle morir por su cuenta, en la medida de un médico que deja morir a un enfermo o de un testigo que deja condenar a un asesino o de un acusador que exige ardientemente una pena capital o de una guardia, que, por dormir, permite una gran puñalada.
No digo como un abogado q' deja condenar a un acusado, ni como un acusado que no se defiende, por que usted (baja la voz Delfau, dirigiéndose a Scatel) es abogado y porque yo me estoy acaso acusando ante ustede M. Delfau cruza las piernas y añade en tono dramático: –Barrés, aunque por cuenta propia, murió de todos modos, era un mal escritor, es decir, un gran criminal. Los dadaístas le juzgaron en audiencia literaria. Pero ese no era el caso. Cocteau dijo de él que hacía pensar en los cadáveres hinchados de miel de los embalsamadores griegos. Pero tampoco era el caso. A los malos escritores hay que asesinarlos, como se asesina a los gobernantes.
Hay que asesinar a los malos poetas, a los malos pintores, a los malos escultores, a los
malos músicos, con mayor razón que a los políticos. Ya en Munich se ha asesinado al
célebre actor Schlosser, en el instante en que jugaba desastrosamente un papel teatral.
En Tokio, se ha hecho otro tanto con Koyague, el pintor, en el curso de una sesión de
retrato; el conde de Masakoru, que posaba, desesperado de una tela en que se le estaba maltratando, disparó su revólver sobre el artista. Yo pensaba asesinar a Barrés, por ser mal escritor. Sé que luego se me habría linchado por acción nacional. Yo mismo
me habría entregado a la justicia. Se quiere asesinar a Clemenceau en París y a Mussolini en Roma. Por qué no asesinar en París a Barrés y en Roma a D'Annunzio?... La mala literatura es un gran delito, no ya solo de Estado, sino de Humanidad...
"Por este gran crimen de ser mal escritor, yo pensaba asesinar a Barrés, es decir castigarle en sanción de hombre a hombre! Yo pensaba castigarle el mismo día en que murió de pleuresía. Mas me consuela, al menos, el haberle dejado morir por su propia cuenta. En efecto Barrés envejecía y yo le dejé envejecer, Barrés sufría, en todo su corazón de diputado, las burlas de los jóvenes libres y electores y yo dejé que las sufriera. Barrés llegó a toser con frecuencia y yo también le dejé toser. Horas tuvo de traidores rachas de mal viento al asomar a sus ventanas del Bois de Boulogne, y yo dejé que le azotaran esos vientos. A Barrés le llegó a faltar la muerte mientras le rebosaba la voluptuosidad y se le sovietizaba en silencios demócratas la sangre,
y yo le dejé con su sangre, su voluptuosidad y su muerte. Porque menester es que
se sepa que Barrés murió a causa de padecer de una gran carencia de muerte. Es muy importante que se sepa esto. Barrés murió de falta de muerte.
Al revés de lo que acontece al común de los hombres, que mueren de falta de vida,
a Barrés le mató la falta de muerte, lo que, por lo demás, no ha de llevarnos a confundirle con los grandes hombres que también mueren de falta de muerte. Sépase que en los grandes hombres, la muerte por falta de muerte pone fin a esa muerte enrarecida, mientras que en los hombres menores, que están aún por debajo del común de las gentes, la muerte por falta de muerte pone fin a una vida exuberante, como la de Barrés, verbigracia. Cristo y Judas son un bello ejemplo de estas dos clases de muerte por falta de muerte. Son el grande hombre y el sujeto menor. Entre ambos están los demás, están ustedes, yo y la generalidad de las gentes, que morimos por falta de vida. Estas sutilezas son muy importantes. Paul Valery piensa que él vale lo que le falta, puesto que él posee la ciencia clara y profunda de lo que le falta. Un gran resorte de sabiduría consiste, pues, en el conocimiento de lo que nos falta: vida o muerte, dinero o hermosura, odio o amor...
M. Delfau ha tomado al final de sus explicaciones una terrible expresión de santo. Es el asesino de Barrés, el que debió asesinarle. Ya lo pensaba yo desde el primer momento
de conocerle: este mozo es un tipo extrañamente judicial.
Está escrito que en París todo es posible. De buenas a primeras sucede una cosa y
sanseacabó.
Fuente: http://www.andina.com.pe/edpespeciales/especiales/variedades_sp/var_60/dos.html
Había espectáculo de los criminales, jueces, testigos, fiscales y abogados, por una parte; espectáculo del público, por otra, y, por cuerda separada, espectáculo del público y de la máquina de la justicia, juntos. Qué más se podía pedir? Las gentes salían completamente satisfechas. No les había costado dinero. De un teatro salen las gentes, por lo general, insatisfechas, porque el espectador cree casi siempre, allá en los acordeones estético- económicos de su corazón, que la sesión teatral no valía lo que ha pagado: hacía mucho calor o el protagonista era malo o el decorado insípido o el vecino de la butaca espía o el empleado estuvo descortés.
En cambio, las audiencias de París colmaban a las gentes de una emoción desinteresada, perfecta, inobjetable. No hay que añadir la intensidad y amplitud artística de cada audiencia: la tragedia, el drama propiamente dicho; a veces, la comedia, el vaudeville, el sainete cómico y hasta la farsa del guigñol, el género bufo, la ópera y aún la danza. En ocasiones, para ciertas demostraciones médico-legales, se daba cinema y las artes ocultas prestaban importantes servicios, en todo cuanto se relaciona con el mundo astrológico de los destinos.
Pero he aquí que de repente M. Laval, que pertenece a un grupo juvenil y revolucionario del Parlamento francés, como Herriot, como Jouvenel, como Lamourex y otros, viene a quitarnos tan copioso espectáculo, por el solo temor de que los estrados judiciales se conviertan, por el ejemplo, en escuela de delincuencia. Un grueso de la población parisiense ha quedado sin diversiones. La vida ha encarecido más, puesto que ahora muchos tienen que distraerse pagando. El teatro y el cinema se ven obligados a derramar o a fingir que se derrama, –que para el caso es igual– más sangre en el tablado y en la pantalla, en compensación a la sangre que ya no se
ve en las salas judiciales. En fin, M. Laval no sabe acaso en la que se ha metido.
Aparte de estos inconvenientes colectivos del decreto prohibitivo, cada cual sufre,
por separado, alguna resonancia particular.
Entre los antiguos clientes de las audiencias conozco a un corredor de una agencia de
Wagons-Lits, en quien aquel decreto no ha logrado destruir el hábito que podríamos llamar judicial o, si queréis, policial. Este bravo iniciado en los affaires de la justicia penal, ha empezado a hacer intrincadas gestiones encaminadas a adquirir una colección de armas famosas, de aquellas que han servido a grandes criminales. Su creencia es que la empresa es hacedera y que la colección podría luego servir en gran medida al Estado, a la Ciencia, a la Humanidad.
En París todo es posible. De buenas a primeras, sucede una cosa y sanseacabó.
De ello es buena prueba la conducta de este otro tipo, extrañamente judicial o judiciable, que vais a conocer en seguida. Tipo extrañamente judicial, por que no es, como el corredor de Wagons-Litis, un tipo catalogable en tal o cual casilla judicial, sino que está dentro de la justicia, sin dejar de estar fuera de ella.
M. Ferand Scatel, es un jurista de la Sorbona, que, ¡cosa original! se interesa mucho
por la vida de América. He estado ayer con él, en el célebre café, Boeuf sur le Toit
de Montmartre tomando el aperitivo. Una joven ingresó a la sala y pasó a estrechar la
mano de M. Scatel. M. Delfau, que así se llama el mozo, tendrá unos 34 años; es elegante, aunque magro y muy nervioso. Me pareció haberlo visto. Me pareció haberle visto precisamente en una audiencia judicial, pues Delfau tiene un aire azás judicial. Si no le he visto en las tribunas de una audiencia, como espectador, debo haberle visto en la mesa de un tribunal, en una silla de defensor, en un cordón de policías, en una fila de testigos o en un banco de acusado.
Esta amistad con Delfau, tipo judicial, con Scatel, abogado, se me antojaba perfecta, por la comunidad de aire de audiencia, que tenían ambos. Hay amistades que están muy bien. Pero como lo supe después, M. Delfau no ha sido nunca abogado, juez, testigo, ni policía y ni siquiera alguacil. M. Delfau no ha sido criminal. Ni espectador en las audiencias. Su extraña atmósfera judicial le venía de un rol que él ha jugado y que no me decido a calificar de rigurosamente judicial. M. Scatel, jurista de la Sorbona, tampoco se decide a calificar ese rol de judicial y ni siquiera de delictuoso. M. Delfau asesinó a Maurice Barrés. Pero creo que he dicho mucho. El propio M. Delfau se contenta con decirnos a M. Scatel y a mí, mientras sorbe su copa de amourette –Yo debía haber asesinado a Barrés, el mismo día en que murió de pleuresía. Es decir, no iba yo a asesinarle, sino a castigarle, como castiga un juez a un criminal o como
guillotina un verdugo a un condenado.
Los lectores podrán imaginarse nuestro asombro ante tales palabras. Pero, como ya dije, en París todo es posible. M. Delfau nos habla largamente: –Mi acción se redujo, por desgracia, solamente a dejarle morir por su cuenta, en la medida de un médico que deja morir a un enfermo o de un testigo que deja condenar a un asesino o de un acusador que exige ardientemente una pena capital o de una guardia, que, por dormir, permite una gran puñalada.
No digo como un abogado q' deja condenar a un acusado, ni como un acusado que no se defiende, por que usted (baja la voz Delfau, dirigiéndose a Scatel) es abogado y porque yo me estoy acaso acusando ante ustede M. Delfau cruza las piernas y añade en tono dramático: –Barrés, aunque por cuenta propia, murió de todos modos, era un mal escritor, es decir, un gran criminal. Los dadaístas le juzgaron en audiencia literaria. Pero ese no era el caso. Cocteau dijo de él que hacía pensar en los cadáveres hinchados de miel de los embalsamadores griegos. Pero tampoco era el caso. A los malos escritores hay que asesinarlos, como se asesina a los gobernantes.
Hay que asesinar a los malos poetas, a los malos pintores, a los malos escultores, a los
malos músicos, con mayor razón que a los políticos. Ya en Munich se ha asesinado al
célebre actor Schlosser, en el instante en que jugaba desastrosamente un papel teatral.
En Tokio, se ha hecho otro tanto con Koyague, el pintor, en el curso de una sesión de
retrato; el conde de Masakoru, que posaba, desesperado de una tela en que se le estaba maltratando, disparó su revólver sobre el artista. Yo pensaba asesinar a Barrés, por ser mal escritor. Sé que luego se me habría linchado por acción nacional. Yo mismo
me habría entregado a la justicia. Se quiere asesinar a Clemenceau en París y a Mussolini en Roma. Por qué no asesinar en París a Barrés y en Roma a D'Annunzio?... La mala literatura es un gran delito, no ya solo de Estado, sino de Humanidad...
"Por este gran crimen de ser mal escritor, yo pensaba asesinar a Barrés, es decir castigarle en sanción de hombre a hombre! Yo pensaba castigarle el mismo día en que murió de pleuresía. Mas me consuela, al menos, el haberle dejado morir por su propia cuenta. En efecto Barrés envejecía y yo le dejé envejecer, Barrés sufría, en todo su corazón de diputado, las burlas de los jóvenes libres y electores y yo dejé que las sufriera. Barrés llegó a toser con frecuencia y yo también le dejé toser. Horas tuvo de traidores rachas de mal viento al asomar a sus ventanas del Bois de Boulogne, y yo dejé que le azotaran esos vientos. A Barrés le llegó a faltar la muerte mientras le rebosaba la voluptuosidad y se le sovietizaba en silencios demócratas la sangre,
y yo le dejé con su sangre, su voluptuosidad y su muerte. Porque menester es que
se sepa que Barrés murió a causa de padecer de una gran carencia de muerte. Es muy importante que se sepa esto. Barrés murió de falta de muerte.
Al revés de lo que acontece al común de los hombres, que mueren de falta de vida,
a Barrés le mató la falta de muerte, lo que, por lo demás, no ha de llevarnos a confundirle con los grandes hombres que también mueren de falta de muerte. Sépase que en los grandes hombres, la muerte por falta de muerte pone fin a esa muerte enrarecida, mientras que en los hombres menores, que están aún por debajo del común de las gentes, la muerte por falta de muerte pone fin a una vida exuberante, como la de Barrés, verbigracia. Cristo y Judas son un bello ejemplo de estas dos clases de muerte por falta de muerte. Son el grande hombre y el sujeto menor. Entre ambos están los demás, están ustedes, yo y la generalidad de las gentes, que morimos por falta de vida. Estas sutilezas son muy importantes. Paul Valery piensa que él vale lo que le falta, puesto que él posee la ciencia clara y profunda de lo que le falta. Un gran resorte de sabiduría consiste, pues, en el conocimiento de lo que nos falta: vida o muerte, dinero o hermosura, odio o amor...
M. Delfau ha tomado al final de sus explicaciones una terrible expresión de santo. Es el asesino de Barrés, el que debió asesinarle. Ya lo pensaba yo desde el primer momento
de conocerle: este mozo es un tipo extrañamente judicial.
Está escrito que en París todo es posible. De buenas a primeras sucede una cosa y
sanseacabó.
Fuente: http://www.andina.com.pe/edpespeciales/especiales/variedades_sp/var_60/dos.html
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