26 abril 2008

La perspectiva personal en Los Heraldos Negros

Por Alberto Escobar

Originalmente publicado en
Amaru, Lima, núm. 6, abril-junio, 1968
Publicado también en:
César Vallejo. Edición de Julio Ortega. Serie El Escritor y la Crítica. Madrid: Taurus, 1974, pp. 235-243


El renovado interés por la obra de César Vallejo ha convocado a una intensa tarea crítica, en la que destacan últimamente valiosas interpretaciones y ensayos de estu­diosos extranjeros. Hay un sentido enigmático en la poe­sía del autor de Poemas humanos que compagina curio­samente con la transparencia de ciertos aspectos de su obra; pero que, al mismo tiempo, invita a intentar no sólo explicaciones de los textos aislados, sino a bosquejar una suerte de esquema dinámico; de hilo guía que nos conduzca a la percepción del proceso unitario, que, según aparece cada vez con mayor claridad, recorre todos sus libros y los ensambla como partes de un continuo des­arrollo.

Desde este mirador, Los heraldos negros puede ser entendido como un ciclo orgánico en el que, a pesar de las concesiones a la poética de su tiempo, se distinguen ya, con absoluta nitidez, los rasgos saltantes de una pers­pectiva creadora que va a ser decantada en los libros pos­teriores, y a la que, en última instancia, se remiten los hallazgos del más célebre poeta peruano. Con el ánimo de ilustrar esta hipótesis, las notas que siguen postulan un esclarecimiento del mérito de la experiencia personal como perspectiva estética en Los heraldos negros.


Las reacciones ante el Amor y Dios aparecen en un cúmulo de incidentes personales que realzan, en Los he­raldos negros, la impronta que inscriben los sucesos en la suerte del hombre y, especialmente, en el poeta. Pues bien, el que los motivos de inspiración hayan sido captados y configurados en cuanto experiencia personal, recuérdese, constituye patrón distintivo en la poesía de Heraldos; pero de ello no debe extraerse que la pesquisa biográfica sea el medio ideal para esclarecer la creación poética, ni que la multiplicidad de actos dispersos y, quizá, si alguna vez contradictorios, niegue o fragmente la visión que ilumina el autor.


En este análisis se acude a la cita biográfica sólo como factor complementario; en cambio, se asigna prioridad al modo en que el poeta delinea su realidad literaria, y, en lo posible, se intenta precisar los rasgos relevantes en ese proceso. Ello nos mueve a postular que, en Los he­raldos negros, el uso de la primera persona (en el nivel simbólico) equivale a una perspectiva que selecciona y orienta elementos en apariencia insignificantes, y, luego, los modela como vivencia recreada, sometiéndolos a una singular re-evaluación estética. Nótese que dicho criterio parecería excluir dos grupos de poemas que existen en el libro: a) las piezas en esencial descriptivas, b) las de­liberadamente impersonales. Creemos que las primeras no son características ni por el tipo constructivo ni por la calidad; por tanto, se les trata como formas marginales. Las segundas merecen una digresión: aunque el poeta elige la forma impersonal, se nos ocurre que en realidad apela a un procedimiento caracterizador, pudiendo enten­derse que subraya una particular identidad entre el ego y el resto de la comunidad, o que, por ser obvia la natu­raleza colectiva del discurso poetizado, la voz singular del poeta cede ante el signo de pluralidad o la simple afir­mación de existencia. Aunque con rasgos peculiares, por tanto, las incluimos en el tipo de construcción preferencial.


Contrastada con obras de su tiempo, la poesía de Los heraldos desentona, entre otras causas, por algo que no puede haber escapado al lector, y que, si hoy constituye cualidad en la poesía del escritor trujillano, hace algo más de cuarenta años desconcertó a la crítica. Me refiero a su constante acento de diálogo, a la norma convencional; lo que demanda, necesariamente, aparte de un ritmo v de una melodía específicos en los esquemas de entona­ción, la presencia activa o pasiva de un interlocutor. Habrá oportunidad para que examinemos cíe qué modo este rasgo se conecta con el vocabulario o con la libertad in­herente a la charla, cate exige un compartir de anteceden­tes o secuencias; pero convengamos desde ahora en que la intimidad e informalidad, que cautivan en los versos de Vallejo, están ligadas a este continente dialógico. En él asistimos (¿sería justo decir participamos?), asistimos a una experiencia que, al realizarse, vincula al autor con un «tú» familiar, coyuntura que nos aproxima, como si el diálogo ocurriera in presencia, o escucháramos un tes­timonio, o nos fuera tolerado sustituirnos en la conver­sación. Quizá los casos más visibles son los conectados con el Amor: «... fuiste tan buena para mí... hasta do­lerme» [36] *; «Y otras pasan; y viéndome tan triste, / to­man un poquito de ti...» [37]; no se piense sin embargo, que es un rasgo exclusivo del tópico amatorio recuérdese cuán corriente es para Vallejo dialogar con la divinidad y, en general, con seres ausentes o presentes, reales o in­materiales, pero encarnados o actuantes en el curso de su quehacer poético. En suma, téngase por hipótesis que, de ese modo, Vallejo entreabre un cauce confidencial y orea la comunicación con la resonancia subjetiva que fluye desde ambas direcciones.


Así tocamos un punto delicado en aquellos textos que ofrecen la personalidad creativa como elemento susten­tador de la verdad o realidad artística: exigencia que, aunque en manera inadvertida, es planteada por todo lec­tor y atañe al impacto que logra la sinceridad del poeta. De pocos escritores nuestros —como de Vallejo— existe tan explícito consenso acerca de su integridad en este res­pecto; y la biografía lo refrenda. No buscaremos por ello demostrarlo, pues en este libro como en sus obras ulte­riores, antes incluso de que el lector haya aprehendido la intuición propuesta por el poeta, su sensibilidad se alerta ante la cargada emoción que dimanan los versos, y que, a no dudar, se enlaza con el tono y la resonancia vital conseguidos por la poesía.

Alguna vez él mismo con­fesó en alta voz: «Dios mío, estoy llorando el ser que vivo» [66]. Hay tanta presencia personal en su palabra que predispone al lector a tomar su poesía como testimo­nio. Aceptémoslo, sí, como testimonio poético.


El «hombre» específico adquiere sucesivo relieve en nuestro libro, enriqueciendo su figura con atributos que la tornan más comprensiva y compleja, pues -como ve­mos- lo poético del acto individual se extiende hasta re­producir coincidencias generales del ser humano. El pro­ceso es constante: aquello que toca al sujeto César Va­llejo, personalidad poética, cala tan hondamente en su ser que incide en las esencias que fundamentan su cate­goría humana. Por ende, lo decisivo, en cada oportunidad será sorprender en qué forma esta categoría es afectada por la experiencia modificante que descubre y revive el autor.


Tornemos todavía una vez a los contactos con el «Amor» y «Dios» y examinemos cuál es su influjo en la condición del hombre; indaguemos qué signos presiden la reacción personal, qué huella la atestigua en el marco poético. Decíamos que toda la experiencia amatoria es reducible a una tensa antinomia entre el instinto y la idealidad, disyuntiva que yace en la naturaleza del amor, y en la vocación que incita al hombre a complementarse en un ser distinto del «yo» individual; pero si la carne alucina los sentidos, condena al hombre y lo aprisiona en sensaciones pasajeras, de las que, una vez recuperado, retiene una insatisfacción creciente que lo corroe y des­truye. Decíamos que el anhelo de idealidad, que sublima­ría las ansias de pasión consintiéndole perfeccionarse en la persona amada, repugna, sin embargo, de la caracterís­tica fáctica inherente a la condición humana; y de reali­zarse, por tanto, debería anular el signo encarnado en «el pecado original» y tendría que asimilarlo a un status di­vino, por encima de los accidentes del tiempo. En las dos vertientes, pues, el amor hiere al hombre y lo niega: la pasión lo victima con un desasosiego que se nutre del rechazo y de la avidez; el ideal le impone un renuncia­miento, anhelado y salvador, pero incapaz de producirse sin remodelar la figura del hombre sobre la imagen divi­na. De esta certidumbre destila un sentimiento de frus­tración que acrece el relieve de los límites que condicio­nan al ser humano. En la imposibilidad de asimilarse a Dios, el paulatino dolor que a la vez consume al amante y subraya sus límites anticipa que sólo en otra instancia, en la muerte biológica, hallará fin su sufrimiento; pero acabarían igualmente el amor, la vida, Dios, sin lograrse perfección ni plenitud humana, ni armonía ni felicidad.


¿No asoma alternativa? ¿No queda un refugio en la norma divina? Complejo y sugestivo capítulo es éste del trato entre el hombre y Dios en Los heraldos negros: hay en él dos marcas que determinan la relación. La primera compete al hombre: recuérdese que el poeta nació «un día que Dios estuvo enfermo», que nadie sabe del «diciem­bre de ese enero»; huella indeleble impuesta en su des­tino y, lo que es importante para nuestro propósito, hue­lla que lo proscribe de la perfección y lo predispone, des­de ya, a la infelicidad. La segunda marca atañe a Dios, cuya omnipotencia y amor fracasan ante la irremovible proscripción del hombre. El amor divino no redime el dolor del hombre ni el vivir agónico de éste; el sufri­miento ha terminado contaminando incluso a Dios, quien padece por su creación y encuentra revelada su crisis en la crisis del hombre. Inducida por la fe, la criatura in­voca al creador; la fe se transforma en revuelta y el hom­bre pretende sustituir a Dios, pero al negarlo afirma su necesidad; y así empezamos a entender otra contradic­ción nuclear en Los heraldos negros. El ensayo fracasa porque al pretender ser Dios -en el deseo de liberarse— el hombre, sin embargo, renuncia a su libertad y se niega a sí mismo. No hay, pues, solución trascendente: la per­fección en el amor y en el acercamiento a Dios prueban ser vías estériles. El hombre permanece solo, espectador de su sufrimiento y del que aflige a otros hombres: el vivir es duro oficio, en el que se entrega al dolor el paula­tino agostarse de la esperanza. Es un proceso insoluble y cruel: nuestra intervención anticipada en la muerte, en la destrucción que preanuncia el fin. Por eso, el vivir está empapado de alusiones a la condición mortal: por eso, la única aceptable y auténtica condición del vivir es vi­viendo una vida doliente, cuyo más alto signo es el darse (el dejar de ser en las frustraciones instantáneas, pero sucesivas); literalmente, el apurar la vida mientras llega la muerte.


Así complementa la poética de Los heraldos negros el «ansia de vivir» con la búsqueda, por el hombre, de los «valores del amor y de Dios»; pero la asociación de esas tendencias no conduce a su concierto; por el contrario, la poesía atestigua que, ante la crisis de aquellos valores, el hombre fracasa en su pretensión y queda victimado en el desamparo. En la conciencia de su frustración. El poeta distingue los atributos que califican su des­tino y se debate en la crisis espiritual que lo abruma; pero no renuncia. Cede sí a fatigas pasajeras, a exclama­ciones airadas, a frases de desconsuelo: «Así pasa la vida, vasta orquesta de Esfinges / que arrojan al vacío su mar­cha funeral»; he ahí la nota obsesiva de la que no podrá sustraerse cl autor: «Yo voy todo azorado, adelante... ade­lante, / rezongando mi marcha funeral» [55]. A pesar de las implicancias que derivan de proseguir la marcha, el poeta confirma su adhesión a la vida; a pesar del dolor y la miseria arbitrarios.


Arrojado en el mundo, sin ideales que prometen redi­mir a su «corazón gitano» [22] de la errancia, el hombre «vuelve los ojos» a quienes, como él, anhelarían elevarse sobre la fragmentar ¡edad irracional de la experiencia, para recomponer —juntos— la unidad de lo absoluto [58-9]. Sabe el poeta, a causa de la destrucción que lo acosa, que el «hombre» —él y los otros— sufre; y presiente que debe exigir una instancia en la que esa identidad pudiera re­dimirlos. No obstante, la gente pasa y cada quien hace sus cuentas en forma individual:


Hoy no ha venido nadie a preguntar;
ni me han pedido en esta tarde nada.

No he visto ni una flor de cementerio
en tan alegre procesión de luces.
Perdóname, Señor: que poco he muerto!

En esta tarde todos, todos pasan
sin preguntarme ni pedirme nada.

Y no sé qué se olvidan y se queda
mal en mis manos, como cosa ajena.

He salido a la puerta,
y me da ganas de gritar a todos:
Si echan de menos algo, aquí se queda!

Porque en todas las tardes de esta vida,
yo no sé con qué puertas dan a un rostro,
y algo ajeno se toma el alma mía.

Hoy no ha venido nadie;
y hoy he muerto qué poco en esta larde!
(Agape, p. 54.)

Ya no es sólo la certeza del propio dolor y el saber que otros sufren; es el deseo ferviente de recibirlos o de avanzar hacia ellos, de confundirse juntos, para sentir en la comunidad —siquiera— que el sufrir los emparenta y humaniza en el diálogo; es el saber que de no ser así —si nadie acepta la palabra nuestra—, la soledad con­sagra nuestra proscripción, la hace más árida. No olvide­mos que vivir es ir muriendo a pausas.

Durísima y tierna, la poesía de Vallejo penetra en el dolor como en un gran misterio que, aunque envuelve la cotidiana experiencia personal y la usual reacción colec­tiva, se le revela por vez primera en la actitud egoísta e indiferente de cada ser errante. El poeta sufre una nueva frustración; esta vez en la solidaridad del prójimo; de quienes, acompañándose, podrían aliviar la zozobra de cada uno y podrían dar respuesta a aquella pregunta la­cerante: «...A dónde iré» [58]; y podrían también, el poeta y ellos, «luego / ... llorando quedos, / dar pedacitos de pan fresco a todos» [57]. El desamparo en que se des­cubre Vallejo, ahora de índole social, resalta su voluntad de adherirse al grupo, de dar, de retribuir a éste y compartir, aunque fuera únicamente por sentirse identificado no sólo en el sufrimiento sino también en la solidaridad; valor cuya crisis, sin duda, amenaza con despojar aún más la humanidad del hombre. El «y hoy he muerto qué poco en esta tarde! », debería leerse de modo que se com­prenda cuán menos humana es la condición del solitario. Por ese entonces, la soledad —aunque involuntaria— era el crucero espiritual del poeta; soledad en el afecto, en la fe, en la responsabilidad; tras la serie de incidentes per­sonales que evidencian el desamparo se torna la morada del hombre.


De las figuras con que Vallejo nombra a la vida, nin­guna golpea tanto ni instruye con tanta sobriedad como «la cena miserable» [62]. La lectura de ese texto permiti­rá que organicemos mejor nuestro acercamiento al mun­do poético de Heraldos Negros, ahora que su interpretación se ve allanada por nuestra familiaridad con algunos elementos decisivos en su estructura. Leamos:


Hasta cuándo estaremos esperando lo que
no se nos debe... Y en qué recodo estiraremos
nuestra pobre rodilla para siempre! Hasta cuándo
la cruz que nos alienta no detendrá sus remos!

Un sustrato temporal, expresado desde el primer «hasta cuándo», articula las sucesivas estrofas y resalta la percepción psicológica de la ansiedad y la fatiga. Ya los tres versos iniciales plantean la búsqueda desasosegada de un sentido vital, la supresión del dilema por surgimiento de la muerte, y la ingerencia de Dios en el destino humano. El verso primario de la estrofa inmediata es con­secuencia y recapitulación de los anteriores:

Hasta cuándo la Duda nos brindará blasones
por haber padecido!...

pero indica además que, para Vallejo, comienza a perder fuerza una postura cuya afirmación se funda en méritos derivados de la privación y el extrañamiento. Los versos que siguen, hasta la mitad de la estrofa tercera, instalan cl problema del hombre en el horizonte del hogar infantil:

Ya nos hemos sentado
mucho a la mesa, con la amargura de un niño
que a media noche, llora de hambre, desvelado...

Y cuándo nos veremos con los demás, al borde
de una mañana eterna, desayunados todos!

Así se insertan sobre la amargura de la evidencia actual, el tierno recuerdo de la mesa casera y la luminosa ilusión de la derrota del tiempo, en tanto asumen solidez tangible los bienes anhelados por el adulto —casi como necesidad orgánica— cuya satisfacción podría ser gozosamente compartida. El poeta abandona el presente e ingresa repentinamente en el pretérito y el futuro, mas la alborozada evasión concluye cuando encara nuevamente la realidad y sucumbe el imperio del tiempo:

Hasta cuándo este valle de lágrimas, a donde
yo nunca dije que me trajeran.
De codos
todo bañado en llanto, repito cabizbajo
y vencido: hasta cuándo la cena durará!

La referencia al niño desvelado y lloroso posee como término de comparación la intensidad del desamparo y la inhabilidad personal de superarlo; por eso, el poeta, criatura abandonada también, dice su reproche a Dios hu­mildemente, mientras crece su angustia en la lentitud del «tempo» personal. Al fin, como si Vallejo levantara el rostro y contemplase a su alrededor, y distinguiera una figura que no entiende la angustia que agobia al poeta, nos confía que, tal como ocurre a ese «alguien», desde afuera de «su» circunstancia (¿querrá decir la vida como él la representa?) no podemos comprenderlo:

Hay alguien que ha bebido mucho, y se burla,
y se acerca y aleja de nosotros, como negra cuchara
de amarga esencia humana, la tumba...
Y menos sabe
ese oscuro hasta cuándo la cena durará!

De ese modo reitera que la muerte está más allá; que ella puede cancelar el dolor y la vida, pero que no le entrega a ésta un sentido; que aunque el hombre padece su miseria en el tiempo, desesperado y desvalido como un niño, vive y sufre y por eso es hombre. Mientras la cena y la vida miserables continúan, el horizonte de la infancia y la casa paterna —nuevos ángulos de la misma perspectiva que analizamos— ganan relieve en la memoria y en la poesía de César Vallejo.

* Las cifras entre corchetes corresponden a la numeración de las páginas en la edición de las Poesías Completas, Losada, Buenos Aires, 1940.

Fuente: http://www.literatura.us/vallejo/escobar.html

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